El Columnista del Post

Libros y leyendas

El Columnista del Post

Capítulo 1: El sobre

El Columnista del Post: La lluvia pegaba contra los ventanales de la redacción como un millar de dedos ansiosos. Erik levantó la vista de su máquina de escribir, escuchando el golpeteo hipnótico, mientras en su bandeja descansaba un sobre amarillo con su nombre escrito en tinta negra. Nadie enviaba cartas al Post, y mucho menos a un columnista de 23 años que aún se ganaba el café escribiendo sobre injusticias barriales y crónicas de medianoche.

Su jefe, un hombre rechoncho con bigote grasoso, se asomó por la puerta de cristal.

—Erik, la poli está aquí. Dicen que es urgente.

Erik arqueó una ceja, abrió el sobre con cuidado, y de él cayó una fotografía. Era una mujer con un vestido de flores, tendida sobre la acera, con una pequeña flor de papel puesta sobre el pecho.

La nota decía: “Te lo dejo, para que escribas la verdad.”

Cuando Erik levantó la vista, dos detectives lo esperaban, empapados y con rostros cargados de cansancio. El mayor, un hombre de mirada gris y voz ronca, se presentó.

—Detective Romero. Tú eres Erik Martínez, ¿no? El chico del Post.

Erik asintió, con el sobre aún en la mano.

—Recibiste esto hoy —dijo Romero, más como una afirmación que una pregunta.

Erik asintió nuevamente. El otro detective, más joven, tenía los ojos inflamados de tanto café y frustración.

—Mira, chico, no sabemos quién es este hijo de puta, pero cada vez que mata, deja una pista. Una firma. Y por algún motivo, ahora ha decidido enviártela a ti.

Erik se sentó, su mente trabajando con rapidez. Había seguido los casos del “Asesino de las Flores”, como la prensa había decidido llamarlo. Cuatro víctimas en las últimas seis semanas, todas mujeres jóvenes, todas encontradas con una flor de papel en el pecho, cada una doblada con diferente patrón de origami.

Romero se acercó y bajó la voz.

—Te necesitamos. Has conectado puntos en tus columnas que ni nuestros analistas pudieron ver. Si este cabrón se está comunicando contigo, podemos atraparlo.

Erik sintió un cosquilleo en la nuca. Laura, su novia, le había enviado un mensaje apenas minutos antes: “Nos vemos a las 8, amor.” Sintió un nudo en el estómago. No podía explicarlo, pero algo en esa fotografía, en la mirada vacía de la víctima, le decía que esto apenas comenzaba.

La estación de policía olía a café recalentado y desesperación. Un corcho con las fotos de las víctimas, marcas con hilos rojos conectando calles, horas y frases encontradas en pequeñas notas, adornaban la pared principal. Erik se acercó con respeto, absorbiendo cada detalle.

—La primera tenía una flor de loto de papel —dijo Erik, con voz baja—, la segunda, un clavel, la tercera, un lirio… y ahora, esta última tiene una dalia.

Romero asintió.

—¿Y?

—Son flores que representan estados emocionales específicos según el lenguaje de las flores. La dalia significa “cambio y traición”. Este asesino está dejando un mensaje en cada escena.

Romero chasqueó la lengua.

—Lo habíamos considerado, pero no nos lleva a ningún lado.

Erik respiró profundo. En su mente, las palabras, los símbolos y los lugares comenzaban a unirse como piezas de un rompecabezas invisible. Se giró hacia el joven detective.

—¿Dónde fue encontrada esta última víctima?

—En la Calle Novena, esquina con Laurel.

Erik sintió un escalofrío. Laurel era el nombre del parque donde él y Laura solían caminar los domingos. La conexión era demasiado cercana para ser coincidencia.

Esa noche, de regreso a casa, Erik observaba el sobre amarillo sobre su escritorio. Lo abrió de nuevo, buscando detalles, marcas, manchas, cualquier cosa. En una esquina inferior, notó un diminuto sello de agua con la forma de un pájaro.

Sacó su cuaderno de apuntes y escribió:

“Flor: Dalia = cambio, traición.
Ubicación: Calle Novena, Laurel.
Sello: pájaro.”

Laura le envió un mensaje de voz, con su risa suave de fondo: “Te amo, tonto, no trabajes hasta tarde. Mañana tienes que ir a medirte el traje.”

Erik cerró los ojos, escuchando su voz. Por primera vez, sintió miedo.

No por él.

Por ella.

Esa noche, no pudo dormir. En la madrugada, se sentó frente a la máquina y comenzó a escribir una nueva columna para el Post.

“Hay un asesino en nuestra ciudad que habla en un lenguaje que pocos conocen. Utiliza flores para describir su próximo paso, para describirnos a nosotros. No le temo, pero sé que está

cerca. Tan cerca que puedo oír su respiración en cada rincón de nuestras calles oscuras…”

Cuando terminó de escribir, se levantó para servirse un café. Fue entonces cuando sintió algo en la ventana. Un sobre amarillo, exactamente igual al anterior, pegado con cinta.

Tembloroso, lo despegó y lo abrió.

Dentro, había una sola palabra:

“Laura.”

Capítulo 2: La Firma

Erik temblaba mientras sostenía el sobre amarillo. La palabra Laura escrita con la misma tinta negra que en el primer sobre parecía pulsar con cada latido de su corazón. Sintió un escalofrío en la espalda mientras miraba alrededor, como si el asesino pudiera estar observándolo en ese mismo momento, disfrutando de su miedo.

La primera idea fue llamarla, pero la segunda fue correr. Tomó su chaqueta, guardó el sobre y salió del apartamento a toda prisa, bajando las escaleras de dos en dos. El eco de sus pasos resonaba como un reloj de cuenta regresiva.

Al llegar a la calle, la lluvia fría le golpeó la cara. El asfalto brillaba como un espejo negro mientras Erik corría hacia el parque Laurel, donde Laura solía caminar antes de ir a dormir cuando no lograba conciliar el sueño.

¿Y si ella decidió caminar esta noche?

Sacó su celular, marcó, y escuchó los timbres que parecían eternos.

—¿Hola, amor? —la voz de Laura sonaba somnolienta.

Erik sintió el aire regresar a sus pulmones.

—Laura, no salgas de casa. Por favor.

—¿Qué pasa, Erik? Me asustas…

—Solo prométeme que no saldrás, ¿sí? —Su voz temblaba, conteniendo las lágrimas.

—Está bien… pero cuéntame qué pasa.

—Te explicaré luego. Prométeme que cerrarás las ventanas, pondrás la alarma y no abrirás a nadie.

—Te lo prometo.

Erik colgó y miró alrededor. Nada. Ningún coche en movimiento, ningún transeúnte, solo el murmullo de la lluvia y el zumbido de los faroles.

Volvió a casa con el corazón retumbando, empapado y con el cabello pegado a la frente. Sacó el sobre y lo colocó sobre su escritorio, bajo la lámpara, para examinarlo con calma. Una marca de agua, idéntica al sobre anterior: el pájaro.

Eran la firma del asesino.

A la mañana siguiente, Erik llegó a la comisaría con las manos frías y la mente inundada de teorías.

Romero estaba sentado con una taza de café y unas ojeras que parecían de plomo.

—Dime que tienes algo, chico.

Erik le mostró el sobre con la palabra Laura.

El detective se irguió, con un brillo de alerta en los ojos.

—¿Es tu novia, verdad?

Erik asintió. El joven detective, llamado Olmedo, se acercó también, serio.

—Esto cambia todo. Si ese hijo de puta la tiene en la mira, podemos montar vigilancia.

—No quiero que ella se entere —dijo Erik con firmeza—, se pondrá histérica y cometerá errores.

Romero respiró hondo.

—Entiendo. Pero necesitamos su cooperación para mantenerla a salvo. Podemos asignarle una patrulla discreta.

Erik se pasó la mano por el cabello mojado.

—Lo que sea necesario.

Mientras la patrulla se apostaba discretamente frente al edificio de Laura, Erik pidió acceso a los expedientes de las víctimas. Romero le consiguió un escritorio improvisado en la estación, donde colocó las fotografías y las notas que había escrito en su cuaderno.

—La primera víctima vivía en la Calle Magnolia, la segunda en la Calle Rosas, la tercera en Lirio… y la última en Laurel —murmuraba Erik, moviendo las fotos como piezas de ajedrez—. Todas calles con nombres de flores.

Olmedo se acercó, curioso.

—¿Crees que es un patrón?

—No creo, lo es. El asesino elige no solo a las víctimas, sino también las calles, como un juego macabro. Es su firma.

Erik buscó un mapa de la ciudad y comenzó a marcar cada una de las calles donde se habían encontrado los cuerpos. Luego, marcó la ubicación de la casa de Laura en Laurel.

Los puntos formaban una figura: un pétalo alargado.

Erik sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Tomó un marcador y, con un trazo firme, conectó las calles, formando lo que parecía ser un pétalo de flor gigante sobre el mapa de la ciudad.

—Está dibujando algo… —dijo Olmedo con un hilo de voz.

—Una flor —respondió Erik—. Está usando la ciudad como su lienzo.

El aire en la sala de reuniones se volvió pesado. Romero miraba el mapa, tamborileando con los dedos.

—¿Qué significa eso?

—Que si entendemos la forma completa, podemos predecir el siguiente lugar donde atacará.

Olmedo añadió:

—Y, posiblemente, salvar a Laura.

Erik asintió, respirando con dificultad mientras el peso de la responsabilidad se le incrustaba en los hombros. Si se equivocaba, Laura moriría. Si acertaba, podrían atraparlo.

De regreso al Post, Erik comenzó a escribir su columna mientras observaba el mapa en su mente:

“Las flores no son solo flores para algunos. Para otros, son palabras, frases escritas en un idioma que no todos comprenden. Un asesino anda suelto, firmando su obra con pétalos de muerte, dejando pistas para quienes quieran escuchar…”

Cada palabra era un latido, cada latido un paso hacia la próxima pista.

Cuando terminó, guardó el archivo, cerró los ojos y dejó que la imagen de Laura invadiera sus pensamientos. Su sonrisa, sus ojos brillantes, la forma en que sujetaba su mano cuando estaban nerviosos por el futuro.

No podía permitir que fuera parte de esa firma.

Esa noche, mientras Erik salía del Post, un sobre amarillo lo esperaba pegado al parabrisas de su coche.

Lo abrió con manos temblorosas, sin importar la lluvia.

Dentro, había una flor de papel, doblada con una precisión enfermiza: un girasol.

Y una nota.

“El girasol sigue la luz. Tú eres mi luz, Erik.”

Sintió el aire escapársele de los pulmones.

El asesino no solo lo había elegido.

Lo estaba vigilando.

Lo admiraba.

Y ahora, jugaba con él.

Capítulo 3: El Girasol

Erik se quedó bajo la lluvia, con el sobre amarillo en la mano y el girasol de papel empapándose entre sus dedos. El tráfico nocturno se deslizaba lento, indiferente, mientras su mente giraba con la velocidad de un tren descarrilado.

“El girasol sigue la luz. Tú eres mi luz, Erik.”

Era una firma, pero también una confesión. El asesino lo había elegido como espectador y como confidente. Quizás incluso como cómplice en este espectáculo de muerte.

Se subió al coche, dejando que las gotas de agua se deslizaran por su rostro mientras encendía el motor. Lo primero que hizo fue llamar a Romero.

—Detective, lo tengo. Otra pista. Me dejó un girasol de papel con un mensaje.

—¿Dónde estás? —preguntó Romero, con la voz ronca de preocupación.

—Fuera del Post. Voy de camino a la estación.

—Conduce con cuidado, Erik. Y no te detengas.

En la estación, Romero y Olmedo esperaban, ambos con expresiones tensas. Erik colocó la flor de papel sobre la mesa de metal, dejando que los focos blancos del techo revelaran cada pliegue preciso.

Olmedo la observó con el ceño fruncido.

—¿Un girasol?

Erik asintió.

—El girasol sigue la luz. Creo que está diciendo que sigue mis columnas, mis pasos. O peor, que yo soy quien lo inspira.

Romero exhaló con pesadez.

—Y Laura…

Erik sintió un nudo en la garganta. Sacó su cuaderno y comenzó a escribir palabras en columnas:

Loto – pureza
Clavel – amor
Lirio – renacimiento
Dalia – cambio, traición
Girasol – luz, lealtad

—Este lenguaje de flores es más que una firma. Es un manifiesto. Está diciendo algo con cada flor, un mensaje para mí… o para sí mismo.

Romero se cruzó de brazos.

—¿Y qué significa el girasol?

—Puede ser que esté más cerca que nunca —respondió Erik, alzando la vista—. Puede significar que la próxima víctima será donde haya luz, donde haya un foco público.

Olmedo revisaba su móvil.

—Mañana es la inauguración de la exposición de arte en el Centro Cultural Laurel. Es un evento grande, con prensa, luces y mucha gente.

Erik sintió un escalofrío.

—Laura me pidió que fuéramos juntos. Ella ama esas exposiciones.

Romero se acercó.

—No podemos arriesgarnos. Si el asesino piensa atacar allí, tenemos que detenerlo antes.

Erik cerró los ojos, viendo el rostro de Laura, su sonrisa cuando hablaba de la boda, el brillo en sus ojos cuando miraba los cuadros de arte. No permitiría que le arrebataran su futuro.

Esa noche, Erik volvió a casa custodiado por una patrulla discreta. Apenas entró, cerró con llave y revisó cada ventana. Se sentó frente a su escritorio, con el girasol de papel frente a él, como si fuera un enemigo observándolo.

Abrió su portátil y comenzó a revisar cada una de sus columnas de los últimos meses, buscando pistas sobre lo que podría haber motivado al asesino a elegirlo.

La tercera columna de la serie, donde hablaba de los lugares oscuros de la ciudad que necesitaban luz, había tenido un alto nivel de comentarios. En ella, Erik mencionaba el Centro Cultural Laurel como uno de los espacios donde la comunidad aún conservaba “una luz en medio de la oscuridad”.

“El girasol sigue la luz.”

Cerró la laptop con fuerza. El asesino estaba respondiendo a sus palabras, convirtiendo sus metáforas en una ruta de asesinatos.

A las tres de la madrugada, un ruido seco lo despertó. Se levantó con cautela, tomando el bate que guardaba junto a la puerta. Caminó hacia la sala, escuchando con atención.

Nada.

Hasta que vio la ventana.

Un nuevo sobre amarillo estaba pegado en el cristal, bajo la luz tenue de la calle.

Lo tomó con manos temblorosas. Dentro, una fotografía.

Laura, caminando por la acera, sin darse cuenta de que alguien la fotografiaba desde la distancia.

Debajo, un texto con letra negra:

“Nos vemos en la exposición.”

Erik sintió que el mundo se desmoronaba. Sabía que no tenía opción: debía enfrentarse a este asesino antes de que tocara a Laura.

A la mañana siguiente, Erik se presentó en la comisaría antes del amanecer.

—Debemos atrapar a este tipo mañana —dijo con determinación—. Usaré la exposición como carnada.

Romero lo miró con dureza.

—Es demasiado peligroso.

—No hay otra manera. Él irá, y yo también.

Olmedo le colocó una mano en el hombro.

—Te protegeremos. Pero no te apartes de nuestra vista.

Erik asintió, sintiendo que el miedo comenzaba a transformarse en fuego dentro de su pecho. No permitiría que le arrebataran a Laura. No permitiría que lo usaran como pieza en este juego.

Por primera vez, el columnista del Post estaba dispuesto a cruzar la línea y convertirse en cazador.

Esa noche, Erik escribió una columna corta, publicada antes de la exposición:

“Al asesino de las flores:

Tú y yo sabemos que me sigues. Sabemos que usas cada palabra para justificar tus crímenes.

Mañana, bajo la luz, te veré. Y cuando lo haga, será tu final.”

Lo publicó con un clic firme, y luego miró su reflejo en la ventana. El reflejo le devolvía la mirada de un hombre decidido.

Sabía que el asesino leería esa columna.

Sabía que aceptaría la invitación.

Y entonces, todo terminaría.

Capítulo 4: Bajo la luz

El Centro Cultural Laurel estaba iluminado como una joya en medio de la noche húmeda. Focos de luz blanca recorrían la fachada, iluminando los murales, mientras un flujo constante de personas elegantes entraba con copas de vino en mano y sonrisas educadas, ignorantes del peligro que se cernía entre ellos.

Erik estaba allí, con el corazón latiéndole en la garganta. Vestía un traje oscuro, el mismo que se probó para su boda, sintiendo la ironía de portar su traje de compromiso para atrapar a un asesino.

Laura apareció a las siete y media, con un vestido azul que le hacía parecer un sueño entre la multitud. Sus ojos brillaron al ver a Erik, y su sonrisa, esa que él amaba, lo golpeó como una ráfaga de aire caliente en medio de la noche fría.

—Te ves guapo —le dijo, dándole un beso rápido en los labios.

Erik sonrió, conteniendo el temblor en sus manos mientras la rodeaba con el brazo, llevándola hacia el interior. Los agentes de civil, apostados entre la multitud, asintieron sutilmente mientras Erik pasaba, confirmándole que estaban listos.

Romero, vestido con un saco de lino y una gorra, se encontraba cerca de la entrada, simulando revisar su móvil mientras su mirada recorría cada rincón.

Olmedo, con un vaso de vino en la mano, caminaba entre los cuadros fingiendo ser un crítico de arte, pero con los ojos encendidos de alerta.

El evento continuó con discursos sobre arte comunitario, sobre la importancia de iluminar la ciudad con cultura, mientras Erik observaba cada rostro, cada mano, cada sombra.

Laura lo jaló de la mano, emocionada por un cuadro abstracto lleno de amarillos y naranjas.

—Es como un girasol, ¿ves? —dijo con brillo en los ojos.

Erik sintió un escalofrío. El girasol sigue la luz.

El cuadro estaba firmado por un artista local llamado Elías Corzo. El apellido hizo clic en su mente.

—¿Qué pasa? —preguntó Laura, notando el cambio en su expresión.

Erik respiró hondo.

—Nada, amor. Solo estaba recordando algo.

Pero su mente giraba. Corzo. La segunda víctima había trabajado en un café en la Calle Rosas, propiedad de un tal Corzo. La tercera víctima había sido maestra en la Calle Lirio, donde otro mural de Corzo estaba pintado.

Era como si una hebra invisible conectara al artista con cada crimen.

¿Podría ser él?

De pronto, las luces parpadearon una vez, luego dos. Un fallo eléctrico momentáneo que oscureció la sala por un segundo.

Cuando las luces regresaron, Laura ya no estaba a su lado.

Erik sintió un golpe de pánico. Miró a su alrededor, buscando su vestido azul entre la multitud.

—¡Laura! —llamó con un grito contenido.

Romero apareció de inmediato.

—¿Dónde está?

—¡No lo sé! ¡Estaba aquí! —Erik se abrió paso entre las personas, que comenzaban a inquietarse.

Olmedo llegó con el walkie-talkie en mano.

—Tenemos un corte de cámaras de seguridad. Las luces y las cámaras se apagaron durante diez segundos.

—¡Busca a Laura! —gritó Erik.

Erik corría entre las salas, abriendo puertas, revisando baños, gritando su nombre. Su mente se llenó de imágenes de Laura tendida en el suelo con una flor de papel en el pecho. Su pecho ardía de dolor, miedo y rabia.

De pronto, vio una figura al fondo del pasillo trasero, donde las luces eran más tenues.

Era Laura, de pie, con una mano sobre el pecho, respirando con dificultad.

—¡Laura! —Erik corrió hacia ella.

Cuando se acercó, vio que estaba sosteniendo un sobre amarillo.

—Me lo entregó un hombre —dijo ella con voz temblorosa—. Dijo que era para ti.

Erik le quitó el sobre con manos temblorosas y lo abrió.

Dentro, una flor de papel: un narciso.

Y una nota:

“El último pétalo. Gracias por seguir la luz.”

Romero y Olmedo llegaron corriendo detrás de Erik, apuntando alrededor con sus miradas entrenadas.

—¿Estás bien? —preguntó Romero a Laura.

Ella asintió, con lágrimas en los ojos.

Erik, con la flor de narciso en la mano, respiraba rápido.

—El narciso… significa renacimiento y egoísmo. Es su última firma.

Olmedo tomó la flor con guantes.

—Esto termina esta noche.

Erik miró a Laura, acariciándole el rostro.

—Te llevarán a casa ahora, ¿sí? No quiero que estés aquí.

—No quiero dejarte, Erik.

—Por favor, confía en mí.

Romero asintió, llamando a dos agentes para escoltar a Laura fuera del lugar.

Una hora después, mientras la exposición continuaba, Erik se sentó en un banco, respirando con dificultad, repasando cada conexión.

Corzo.

Las víctimas.

Las calles.

El arte.

El girasol.

Elías Corzo.

De pronto, una figura se sentó a su lado. Un hombre de unos treinta años, delgado, con barba de tres días y un aire tranquilo. Vestía de negro, con una pequeña flor de origami en el bolsillo.

—Eres Erik, ¿verdad? —dijo con voz suave.

Erik sintió que la sangre se le helaba.

—Sí —respondió, con un tono neutro.

El hombre sonrió.

—Gracias por iluminar este lienzo conmigo.

Erik miró hacia el frente, mientras su mano buscaba disimuladamente su móvil para enviar la señal a Romero.

—Tú eres…

—Elías Corzo —dijo el hombre, girándose con una sonrisa calmada—. El artista. Y el asesino.

El corazón de Erik latía tan fuerte que apenas escuchaba el murmullo de la exposición. Su dedo presionó discretamente el botón de alerta en el costado del móvil.

—¿Por qué? —preguntó Erik, con voz baja.

Elías se encogió de hombros.

—Porque tú eres la luz, Erik. Y yo soy el pincel que revela las sombras.

Erik vio por el reflejo del vidrio que Romero y Olmedo se acercaban sigilosos por detrás.

—Esta será la última pieza —susurró Elías—. El último pétalo de mi flor.

Cuando Elías se levantó para alejarse, Romero y Olmedo lo interceptaron con firmeza. Elías no opuso resistencia, simplemente levantó las manos y sonrió.

—Gracias, Erik —dijo antes de que le pusieran las esposas—. Sin ti, esta obra nunca habría existido.

Erik se quedó sentado, con las manos temblorosas, sintiendo que cada músculo de su cuerpo se relajaba de golpe.

Había terminado.

Laura estaba a salvo.

El último pétalo había caído.

Capítulo 5: El último pétalo

El Centro Cultural Laurel quedó en silencio tras el arresto de Elías Corzo. Los curiosos se retiraron, murmurando sobre el “artista asesino”, mientras las luces del lugar se apagaban poco a poco.

Erik salió al aire húmedo de la madrugada, con el corazón latiendo lento, pesado, como si cada latido reclamara todo el cansancio acumulado. Romero se le acercó, palmeándole el hombro.

—Lo lograste, chico.

Erik respiró hondo, mirando las luces de la patrulla donde Elías Corzo era introducido con esposas, la cabeza inclinada y una sonrisa casi dulce en los labios.

—¿Por qué no opuso resistencia? —preguntó Erik, sin apartar la vista.

Romero guardó silencio por un momento.

—Tal vez quería ser atrapado. O tal vez, para él, esta era la firma final.

Olmedo se acercó con un café caliente, tendiéndoselo a Erik.

—Descubrimos su estudio. Hay flores de papel por todas partes, recortes de tus columnas, mapas, bocetos de flores y líneas que marcan cada ubicación donde mató.

Erik cerró los ojos, sintiendo un escalofrío.

—¿Qué había con Laura?

Olmedo bajó la mirada.

—Fotos de ella. Desde hace meses. En el parque, saliendo de su trabajo, en la ventana de tu apartamento. Estaba obsesionado.

El café temblaba en las manos de Erik. Sintió una mezcla de furia y alivio, de asco y gratitud de que todo hubiera terminado sin que Laura sufriera daño.

Horas después, en la comisaría, Erik observaba a Elías Corzo detrás del cristal de interrogatorio. Estaba sentado, tranquilo, con las manos esposadas y un vaso de agua intacto frente a él. Romero lo observaba también, con una carpeta de fotos en la mano.

—¿Seguro que quieres entrar? —preguntó Romero.

Erik asintió.

—Necesito entender.

Romero abrió la puerta, dejándolo pasar. Erik se sentó frente a Elías, apoyando las manos sobre la mesa fría.

Elías lo miró con curiosidad, como si estudiara cada gesto suyo para un cuadro invisible.

—Eres más joven de lo que esperaba —dijo Elías con voz calmada.

—¿Por qué Laura? —preguntó Erik, con la voz controlada.

Elías sonrió suavemente.

—Porque tú la amas. Y tú eres mi luz, Erik.

Erik cerró los puños.

—No soy tu luz. Soy quien te detuvo.

Elías rió, un sonido bajo que hizo eco en la sala.

—No, Erik. Tú fuiste quien me completó. Cada una de tus columnas me mostró un nuevo pétalo, un nuevo motivo. Tu forma de describir la ciudad, sus sombras, sus luces… me diste dirección.

Erik lo miró, con un asco contenido.

—Mataste personas inocentes.

Elías inclinó la cabeza.

—No eran inocentes. Eran piezas en el cuadro. Cada flor era una emoción. Cada calle, un trazo. Cada muerte, un color.

Erik respiró hondo, sintiendo que su corazón latía con fuerza, sosteniéndole la mirada a Elías.

—¿Qué habrías hecho con Laura?

Elías sonrió, sus ojos brillando con una extraña calidez.

—Habría completado el pétalo final. Pero no te preocupes, Erik. Ahora ya no necesito hacerlo. La obra está completa.

Erik se levantó, sintiendo náuseas. Miró a Elías una última vez.

—No. Lo único completo aquí es tu condena.

Esa tarde, Erik se sentó frente a su máquina de escribir en el Post. Las teclas resonaban mientras sus dedos escribían con una firmeza que no había sentido en días.

“No soy la luz de nadie. No soy el pincel de un asesino. Soy un periodista que encontró en sus palabras un arma que salvó a quien amaba. No fui un héroe, fui un hombre con miedo, con dudas, pero también con la convicción de que la oscuridad no puede ganarle a la verdad.

Y la verdad es que, aunque algunos quieran convertir la ciudad en un lienzo de sangre, siempre habrá quienes luchen para que la luz prevalezca.”

Cuando terminó, guardó el documento y se quedó mirando la pantalla apagada de su laptop. Sintió el cansancio pesando en sus hombros, en sus párpados, en cada fibra de su ser.

Laura llegó minutos después, con un café y su sonrisa intacta.

—¿Terminaste?

Erik la miró, dejando que la ternura aliviara las grietas en su mente.

—Sí. Terminó.

Laura se sentó en sus piernas, rodeándole el cuello con los brazos.

—¿Y ahora?

Erik sonrió.

—Ahora nos casamos.

Laura rió suavemente, apoyando su frente en la de él.

—Te amo, Erik.

—Yo también, Laura. Yo también.

En la noche, Erik y Laura salieron a caminar bajo las luces de la ciudad. Los reflectores iluminaban las calles mojadas y el aroma del asfalto húmedo llenaba el aire.

Laura caminaba con tranquilidad, confiada, mientras Erik la observaba con gratitud. Cada paso era una victoria, cada respiración, una señal de que todo había terminado.

De pronto, Laura se detuvo, apuntando a un escaparate.

—Mira, flores de papel —dijo con una sonrisa.

Erik sintió un escalofrío, pero al acercarse vio que eran decoraciones para una exposición infantil de origami.

Respiró hondo, dejando que la tensión se disolviera.

—Son bonitas —dijo, apretando la mano de Laura.

—Prométeme que, después de la boda, descansaremos —pidió Laura.

Erik sonrió, asintiendo.

—Lo prometo.

Y, mientras caminaban bajo la luz de la luna, Erik supo que, por primera vez en semanas, la oscuridad había cedido.

Aunque en algún rincón de su mente, una voz le recordaba que las flores podían volver a aparecer.

Y si eso pasaba…

Él estaría listo.

Capítulo 6: Ecos de papel

Las semanas posteriores al arresto de Elías Corzo transcurrieron con una calma casi irreal. Erik se dedicó a terminar detalles de la boda con Laura, a corregir detalles de su columna semanal y a recuperar el sueño que durante tanto tiempo había sido un lujo imposible.

Pero en las madrugadas, cuando Laura dormía abrazada a él, Erik abría los ojos en la oscuridad, sintiendo el eco de la voz de Elías en el interrogatorio:

“Tú eres mi luz, Erik…”

Cada noche, ese eco se repetía, aunque Erik intentaba acallarlo escribiendo, caminando o preparando café a las tres de la mañana. Pero el asesino había dejado una huella, no solo en la ciudad, sino en su mente.

Un jueves por la tarde, Erik pasó por la comisaría para dejar unas fotos que Romero le había solicitado para el expediente de prensa. El detective, con un café en la mano y las mangas de la camisa arremangadas, le hizo una seña para que pasara.

—¿Cómo va la vida de famoso? —preguntó Romero, señalando un periódico con la foto de Erik en la portada.

—Preferiría no tener esa fama —respondió Erik, dejando las fotos sobre el escritorio.

Romero asintió, revisándolas una por una.

—Tu testimonio ha ayudado a cerrar los cabos que faltaban en el caso de Corzo. Pero… —se detuvo, mirando a Erik con seriedad—, necesitamos tu opinión sobre algo.

Sacó una bolsa de evidencia y la colocó sobre la mesa.

Dentro había una flor de papel, un lirio perfectamente doblado, con tinta roja en los bordes.

Erik sintió un cosquilleo en la nuca.

—¿De dónde es eso?

—La encontramos ayer en la puerta trasera del Post. Sin nota. Solo la flor.

Erik respiró hondo, conteniendo el pulso acelerado.

—¿Corzo está en aislamiento, verdad?

—Sí, y no ha recibido visitas ni ha tenido contacto con nadie afuera.

Erik miró la flor, con el latido de su corazón retumbándole en las sienes.

—Entonces no fue él.

Romero se cruzó de brazos.

—O tiene un imitador, o no hemos entendido toda la historia.

Esa noche, Erik se sentó frente a su máquina de escribir, observando el cursor parpadear en la pantalla mientras la flor de papel reposaba en una bolsa sobre su escritorio.

“¿Por qué ahora?”, se preguntaba.

Pensó en cada víctima, en cada flor, en cada columna escrita, en cada mensaje que Elías Corzo había dejado. Todo había tenido un patrón. Un lenguaje.

Tomó su cuaderno y escribió:

Lirio = renacimiento
Tinta roja = sangre, advertencia

Cerró los ojos, tratando de conectar las piezas. Una nueva flor, un nuevo mensaje, un nuevo juego.

¿O un nuevo asesino?

Al día siguiente, Laura se encontraba revisando detalles con la organizadora de la boda mientras Erik la esperaba fuera del café, con las manos en los bolsillos y la mente en otra parte.

Su móvil vibró.

Era un número desconocido.

—¿Sí?

La voz del otro lado era suave, masculina, con un tono que le resultó familiar.

—Hermosa noche, Erik. No sabes cuánto te agradezco todo lo que hiciste por Elías. Inspirador, realmente.

Erik sintió un escalofrío.

—¿Quién eres?

—Alguien que aprecia el arte… y las flores.

La llamada se cortó.

Erik se quedó mirando su reflejo en el ventanal del café. Su rostro mostraba algo que no había visto en semanas: miedo.

Laura salió en ese momento, con una sonrisa tranquila, mientras le mostraba unas flores que había escogido para el ramo de la boda.

—¿Qué opinas, amor?

Erik forzó una sonrisa, mientras miraba las flores blancas en sus manos.

—Son… perfectas.

Pero por dentro, algo se quebraba.

Esa noche, Erik se reunió con Romero y Olmedo en la comisaría.

—Me llamó alguien —dijo Erik con voz firme—. Dijo que agradecía lo que hice por Elías y que aprecia el arte y las flores.

Romero frunció el ceño.

—¿Estás seguro de que no era una broma?

—No sonaba como una broma.

Olmedo tecleaba en su laptop, rastreando el número.

—Número desechable, sin registro. Una llamada de menos de treinta segundos.

Romero se pasó la mano por el rostro, suspirando.

—¿Tienes enemigos, Erik?

—Soy columnista. Siempre hay gente que no está de acuerdo conmigo, pero esto… —Erik negó con la cabeza—. Esto no es un lector molesto.

Olmedo levantó la vista.

—Puede ser un imitador, o alguien relacionado con Corzo.

Romero se levantó.

—Escucha, Erik. No vamos a dejar que esto se salga de control. Vamos a mantener vigilancia en tu casa y en la de Laura hasta nuevo aviso.

Erik asintió, sintiendo el peso del cansancio mezclado con una tensión que se arrastraba como una sombra detrás de él.

En la madrugada, Erik se despertó sobresaltado. El reflejo de la luna iluminaba el pasillo mientras caminaba hacia la cocina por un vaso de agua.

Fue entonces cuando la vio.

En la ventana, un sobre amarillo pegado con cinta.

Su respiración se congeló.

Temblando, lo despegó y lo abrió.

Dentro había una fotografía.

Laura, en el parque, sentada en un banco, mirando su móvil, sin darse cuenta de que alguien la fotografiaba desde la distancia.

Debajo, una nota escrita con tinta roja:

“El siguiente pétalo será suyo.”

Erik sintió que el mundo se inclinaba.

La pesadilla no había terminado.

Apenas estaba comenzando de nuevo.

Capítulo 7: El imitador

Erik se quedó con el sobre amarillo en la mano mientras la fotografía de Laura se mecía suavemente bajo el aire del ventilador. La nota, escrita con tinta roja, parecía latir como una herida abierta.

“El siguiente pétalo será suyo.”

Su mente giraba, desordenada, mientras el miedo se convertía en furia. Corrió hacia el cuarto, donde Laura dormía, y se quedó en el marco de la puerta, observando cómo respiraba, ajena a la amenaza que se cernía sobre ella.

“No esta vez,” se prometió.

A la mañana siguiente, Erik se presentó en la comisaría con el sobre y la foto. Romero y Olmedo ya lo esperaban en la sala de reuniones, con café humeante y rostros tensos.

—Lo dejaron en mi ventana anoche —dijo Erik, colocando la foto sobre la mesa.

Romero frunció el ceño mientras la analizaba.

—Mismo tipo de fotografía que Corzo solía tomar, misma distancia, mismo ángulo.

—Pero Corzo está bajo vigilancia constante —añadió Olmedo—. Esto es un imitador.

Erik respiró hondo, sintiendo el cansancio morderle los hombros.

—¿Qué hacemos?

Romero levantó la vista.

—Lo mismo que antes. Usaremos el miedo de este tipo en su contra. Si está siguiéndote, podemos atraparlo.

Erik asintió, aunque el miedo lo consumía por dentro.

Laura estaba en la cocina cuando Erik llegó a casa, preparando café con una sonrisa suave en el rostro.

—Hoy me llamaron para confirmar el local de la boda —dijo con emoción—. Solo faltan dos semanas.

Erik se obligó a sonreír mientras sentía un nudo en el estómago.

—Sí, amor… dos semanas.

Ella lo miró con curiosidad, dejando la taza sobre la mesa.

—¿Qué ocurre, Erik?

Él negó con la cabeza, acercándose a abrazarla.

—Nada que no podamos manejar.

Laura apoyó su cabeza en su pecho, confiada, mientras Erik la rodeaba con sus brazos, jurándose que nada la tocaría mientras él pudiera impedirlo.

Esa noche, Erik se sentó frente a su laptop y comenzó a escribir una columna nueva, usando su único arma: las palabras.

“Al imitador que quiere continuar un legado de muerte:

No eres un artista. Eres un cobarde.

No te tengo miedo.

Si crees que puedes destruir lo que hemos logrado, te equivocas.

Te estoy esperando.”

Publicó la columna de inmediato, observando cómo el artículo subía al sitio del Post y comenzaban a llegar los primeros comentarios.

Laura se acercó, con su cabello recogido y una taza de té en la mano.

—¿Es sobre el asesino?

Erik la miró, con el reflejo de la pantalla iluminándole el rostro.

—Es sobre algo que necesito cerrar, Laura.

Ella lo miró con preocupación, pero asintió, colocando la mano sobre su hombro.

—Confío en ti.

Horas después, pasada la medianoche, sonó su móvil.

Número desconocido.

Erik contestó.

—¿Sí?

La voz del otro lado era la misma, calmada, con un tono burlón.

—Leí tu columna, Erik. Me gustó. Pero sabes que este juego no lo eliges tú.

Erik apretó los dientes.

—Deja a Laura fuera de esto.

Una risa suave, casi divertida, se escuchó al otro lado.

—Los girasoles siguen la luz, Erik. Y la luz siempre proyecta sombras. La pregunta es, ¿estás listo para ver la tuya?

La llamada se cortó.

Erik se quedó sentado, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.

Al día siguiente, Romero y Olmedo instalaron un sistema de vigilancia discreta en el edificio de Erik y en el de Laura, cámaras de circuito cerrado y patrullas que rondaban en turnos irregulares para no alertar al posible imitador.

Erik revisaba las grabaciones con Olmedo mientras Romero hablaba con la fiscalía para obtener una orden de rastreo.

—Este tipo sabe lo que hace —dijo Olmedo, repasando las imágenes de la noche anterior—. No hay rastros, no hay huellas, no hay cámaras que lo capten.

Erik respiró hondo, sintiendo la impotencia clavarse en sus costillas.

—¿Qué hago? —preguntó.

Olmedo lo miró con una mezcla de respeto y compasión.

—Lo mismo que hiciste con Corzo: pensar como él.

Esa noche, Erik volvió a caminar por el parque Laurel, el mismo parque donde Laura y él solían pasar las tardes de domingo. Las luces del alumbrado público iluminaban los senderos mojados mientras el viento frío agitaba las hojas de los árboles.

Se sentó en un banco, mirando alrededor, sintiendo que alguien lo observaba desde la oscuridad.

Sacó su móvil y abrió su bloc de notas.

“¿Qué busca este tipo?”

—Continuar el legado de Corzo.
—Obtener reconocimiento.
—Atacar a Laura como mensaje final.

“¿Por qué Laura?”

Porque Laura representaba su luz, igual que para Corzo.

“¿Qué haría Corzo en su lugar?”

Corzo fotografiaba a sus víctimas antes de matarlas, marcaba su territorio con flores, jugaba con las emociones de Erik.

Erik cerró los ojos, dejando que el miedo se convirtiera en claridad.

El imitador estaba repitiendo el patrón, pero no entendía el lenguaje de las flores como Corzo. El lirio había sido el primer error. No era el pétalo correcto.

“El siguiente paso será en un lugar simbólico, un sitio público… igual que Corzo.”

Esa noche, mientras regresaba a casa, un mensaje llegó a su móvil:

“Te invito a mi próxima exposición.”

Adjunta, había una foto.

Laura, caminando por el parque, con un sobre amarillo en la mano.

Erik frenó en seco, sintiendo que el mundo se inclinaba.

Laura estaba en peligro.

Y el imitador había comenzado su juego final.

Capítulo 8: La exposición

Erik condujo como si cada semáforo fuera un enemigo, el motor rugiendo mientras avanzaba entre avenidas vacías con el corazón retumbándole en los oídos.

“Te invito a mi próxima exposición.”

“Laura, con un sobre amarillo en la mano.”

Marcó su número una, dos, tres veces, y cada tono que sonaba en el auricular era como un martillazo en su pecho.

Finalmente, la llamada se conectó.

—¿Amor? —dijo Laura, con voz tranquila.

Erik contuvo un sollozo de alivio.

—¿Dónde estás?

—En casa, estaba por bañarme. ¿Por qué?

Erik frenó en seco en la entrada del edificio, saliendo del coche de inmediato.

—No abras la puerta a nadie, Laura. Nadie. Voy subiendo.

—Erik, ¿qué está pasando?

Pero ya había colgado.

Subió las escaleras de dos en dos, ignorando el ascensor. Su respiración ardía en sus pulmones mientras sentía el peso del miedo mezclado con furia. Al llegar al pasillo, la vio a través de la mirilla, con su cabello recogido y un vestido de casa, con un sobre amarillo en la mano.

Erik tocó con suavidad.

Laura abrió, con una expresión de confusión.

—¿Qué pasa?

Erik cerró la puerta tras de sí y le arrebató el sobre de las manos.

—¿Quién te dio esto?

—Estaba en el buzón, con mi nombre.

Erik respiró hondo, conteniendo el temblor en sus manos mientras abría el sobre. Dentro había una flor de papel, un narciso, doblado con precisión.

Y una nota, con tinta negra:

“La última luz.”

Erik sintió que las piernas le flaqueaban mientras se dejaba caer en una silla.

Laura se arrodilló frente a él.

—¿Qué significa esto, Erik?

Él la miró a los ojos, con el peso de la verdad cayendo entre ellos como una losa.

—Significa que no ha terminado, Laura. Que hay alguien más.

Romero y Olmedo llegaron en veinte minutos, con dos patrullas más que se apostaron en cada esquina del edificio.

—Ahora estás bajo vigilancia 24 horas, Laura —dijo Romero, con su voz grave mientras recorría la casa revisando ventanas y accesos—. No sales sin nosotros, y si alguien intenta acercarse, se acabó.

Laura miraba todo con ojos abiertos, pálida, mientras Erik la abrazaba.

—Lo siento —susurró él.

Ella negó suavemente.

—Solo quiero que esto termine, Erik. Quiero nuestra boda. Quiero nuestra vida.

Él cerró los ojos, prometiéndose que lo tendrían.

Horas después, Erik se encontraba en la comisaría, frente a la pizarra de corcho donde estaban todas las fotos de las víctimas, los recortes de las columnas, los mapas, los pétalos de papel, cada pieza de la pesadilla que ahora volvía a renacer.

Olmedo caminaba de un lado a otro.

—Este tipo es cuidadoso, no deja huellas, y conoce tus pasos, Erik.

—No es Corzo, pero quiere serlo —dijo Erik, con voz baja—. Está obsesionado, pero no entiende el verdadero mensaje de Corzo.

Romero se acercó.

—¿Qué estás pensando?

Erik respiró hondo.

—Corzo siempre dejaba pistas con las flores, pero este tipo las está usando sin entender su simbolismo. Narciso significa egoísmo, vanidad, y también… renacimiento.

Olmedo arqueó una ceja.

—¿Renacimiento?

—Sí, como si estuviera reiniciando el ciclo —dijo Erik, girando para mirar el mapa de la ciudad—. Corzo completó su obra, pero este tipo quiere comenzar otra.

Romero tomó un marcador y lo entregó a Erik.

—Dinos dónde crees que será.

Erik pensó en la nota: “La última luz.”

“Luz. Girasoles. Narciso. Exposición.”

Entonces recordó el mensaje: “Te invito a mi próxima exposición.”

Erik sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—El museo de arte moderno —dijo de pronto—. Mañana inauguran la exposición de “Instalaciones de Luz”. Iba a ir con Laura… ella insistió.

Romero y Olmedo intercambiaron miradas.

—Montaremos un operativo —dijo Romero con firmeza—. Esta vez, lo atrapamos.

La mañana siguiente llegó con un aire pesado, mientras las nubes grises amenazaban con lluvia. Laura estaba lista, con un abrigo claro y el cabello suelto, mientras Erik la observaba desde la puerta, con un nudo en la garganta.

—¿Segura de que quieres ir? —preguntó él.

—No voy a dejar que esta persona arruine nuestra vida, Erik —respondió Laura, con los ojos brillantes de determinación.

Él sonrió suavemente, tomándola de la mano.

—Te amo.

—Y yo a ti.

El museo estaba repleto de luces LED, proyecciones, esculturas iluminadas y una multitud que se movía con copas de vino y murmullos de admiración. Los agentes de civil estaban distribuidos entre las salas, con Romero y Olmedo vigilando cada entrada y salida.

Laura caminaba junto a Erik, su mano aferrada a la de él mientras recorrían las instalaciones.

De pronto, una figura llamó la atención de Erik.

Un hombre de unos treinta y tantos, con una gorra oscura y una cámara colgada del cuello, los observaba desde la otra sala. Al ver que Erik lo notaba, el hombre sonrió y se giró para caminar hacia el ala trasera del museo.

—Quédate con Olmedo —dijo Erik a Laura, entregándola al joven detective que se acercaba.

—Erik… —susurró Laura, con miedo en la voz.

—Confía en mí.

Erik siguió al hombre, pasando entre instalaciones de luces parpadeantes y proyecciones abstractas, hasta un pasillo trasero donde las luces eran más tenues.

El hombre se detuvo, girándose hacia Erik, con una sonrisa torcida.

—Sabía que vendrías —dijo, con calma.

Erik se detuvo a unos pasos de distancia.

—¿Quién eres?

El hombre se quitó la gorra, dejando ver un rostro delgado, con ojos brillantes y una sonrisa casi infantil.

—Solo soy un admirador, Erik. Un artista incomprendido, como Elías.

Erik sintió el pulso retumbarle.

—Te detendrán. Esto termina hoy.

El hombre rió suavemente.

—¿Terminar? No, Erik. Hoy es cuando realmente comienza.

De su bolsillo, sacó un sobre amarillo, levantándolo con delicadeza.

—El último pétalo, Erik.

En ese instante, Romero y dos agentes aparecieron detrás del hombre, armas en mano.

—¡Quieto! ¡Al suelo!

El hombre alzó las manos lentamente, aún con la sonrisa en los labios.

—La flor siempre florece… incluso en la oscuridad.

Mientras le colocaban las esposas, el hombre giró la cabeza para mirar a Erik.

—Dale mis saludos a Laura.

Erik sintió que la rabia y el alivio chocaban en su pecho mientras veía cómo se lo llevaban.

La pesadilla, finalmente, había terminado.

O al menos, eso quería creer.

Capítulo 9: El eco del miedo

El museo quedó envuelto en un silencio extraño tras el arresto del imitador. Las luces de las instalaciones parpadeaban como luciérnagas, mientras la multitud era evacuada en silencio por agentes que pedían calma.

Erik se apoyó contra una columna, sintiendo que las piernas le temblaban mientras su respiración se normalizaba. Las sirenas de las patrullas en el exterior eran un recordatorio de que el peligro había estado a centímetros de su vida.

Laura llegó corriendo hacia él, con Olmedo detrás, vigilante.

—¡Erik! —gritó ella, lanzándose a sus brazos.

Erik la abrazó con fuerza, sintiendo cómo su miedo se deshacía mientras la rodeaba.

—Ya pasó, ya pasó —susurró, acariciándole el cabello.

—¿Era él? —preguntó ella con la voz quebrada.

—Sí. Y ahora está bajo custodia.

Laura lo miró a los ojos, con lágrimas deslizándose por sus mejillas.

—¿Ahora podemos seguir con nuestra vida?

Erik le besó la frente.

—Ahora podemos.

Esa noche, en la comisaría, Romero interrogaba al imitador, un hombre llamado Darío Suárez, de 33 años, fotógrafo freelance, sin antecedentes, sin amigos cercanos, sin familia directa.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Romero, con voz seca.

Darío sonrió, con la mirada perdida.

—Porque Elías no terminó su obra. Alguien debía continuarla. Erik era el guía, la inspiración. Las flores debían florecer de nuevo.

Romero apretó los dientes.

—Ibas a matar a Laura.

Darío se inclinó hacia adelante, con la sonrisa siniestra de un niño travieso.

—No iba a matarla. Iba a inmortalizarla en la obra. Ella era la luz de Erik, como Erik era la luz de Elías. Todo es un ciclo.

Romero golpeó la mesa con la mano.

—Se acabó, Suárez.

Darío simplemente sonrió.

En casa, Erik se sentó frente a su máquina de escribir. Laura dormía en la habitación, exhausta, mientras la luz de la lámpara de escritorio iluminaba la flor de narciso que Darío había dejado, ahora guardada en una bolsa de evidencia.

Sus dedos se movieron sobre las teclas mientras escribía:

“Al final de cada historia, uno espera que llegue la calma. Espera que la oscuridad se disipe y que la luz prevalezca.

Pero la luz siempre proyecta sombras. Y donde hay sombras, hay quienes desean vivir en ellas.

Lo aprendí cuando un asesino decidió convertir su arte en muerte, y lo volví a aprender cuando otro quiso continuar ese ciclo.

Pero la verdad, aunque duela, es que la oscuridad nunca ganará mientras la enfrentemos.

La luz prevalecerá. Y nosotros con ella.”

Guardó el documento y se recostó hacia atrás, cerrando los ojos por un momento.

Al día siguiente, Laura despertó antes que él, preparando café mientras en la radio hablaban del “Segundo Asesino de las Flores” capturado en el museo.

Erik se sentó a la mesa, con ojeras pero con una calma nueva en su mirada.

Laura se acercó con dos tazas de café, sentándose frente a él.

—¿Cómo estás? —preguntó con suavidad.

Erik le sonrió, tomando su mano.

—Mejor ahora.

Ella suspiró, mirando las flores en un florero sobre la mesa.

—¿Crees que de verdad haya terminado?

Erik miró el vapor del café.

—Sí. Porque ya no les tengo miedo. Y porque no voy a dejar que nos arrebaten la paz que nos costó tanto conseguir.

Laura le sonrió, inclinándose para besarlo.

—Faltan once días para nuestra boda.

—Y vamos a llegar a ella —respondió Erik.

En la cárcel, Darío Suárez fue llevado a una celda aislada, bajo vigilancia constante. Mientras lo escoltaban por el pasillo, canturreaba suavemente una canción infantil.

Antes de entrar, se detuvo y miró a la cámara de seguridad en la esquina del techo.

—Erik, me escucharás de nuevo —susurró con una sonrisa torcida.

Días después, Erik caminaba por el parque Laurel, con Laura de la mano. Era una mañana fresca, con el sol colándose entre las hojas de los árboles y un aroma a tierra húmeda llenando el aire.

Ambos se detuvieron en el banco donde solían sentarse, y Laura apoyó la cabeza en su hombro.

—Aquí es donde me pediste matrimonio —dijo ella con una sonrisa.

—Y aquí es donde te diré de nuevo que te amo —respondió Erik, besándole la frente.

Se quedaron en silencio, disfrutando de ese instante de paz.

Esa noche, mientras revisaba su correo, Erik vio un sobre amarillo en el buzón del Post. Su corazón se detuvo por un segundo antes de que lo tomara con firmeza.

Lo abrió, y dentro había una sola hoja.

“Felicidades por tu boda. No olvides que la luz siempre proyecta sombras.”

Erik respiró hondo, sintiendo cómo el miedo intentaba filtrarse de nuevo.

Pero cerró el sobre, lo quemó en el cenicero y miró la llama consumir el papel.

“No más.”

Volvió a casa, donde Laura lo esperaba con la cena servida y una sonrisa tranquila.

—¿Todo bien? —preguntó ella.

Erik asintió.

—Sí. Todo bien.

Y mientras se sentaban a cenar, Erik supo que siempre existirían sombras, pero también supo que mientras la luz se mantuviera, las sombras no podrían vencer.

Esa noche, Erik miró a Laura mientras dormía y se prometió que no importaba cuántos ecos del pasado volvieran, estaría listo para enfrentarlos.

Porque El Columnista del Post había comprendido que la verdad, aunque peligrosa, era la luz que debía proteger.

Y esa, sería su firma para siempre.

Capítulo 10: La llamada

La ciudad parecía en calma. El caso del “Segundo Asesino de las Flores” había ocupado titulares durante días, y el arresto de Darío Suárez había devuelto a los ciudadanos una sensación de seguridad que sabían frágil.

Erik caminaba por la redacción del Post con un café en la mano, saludando a sus compañeros, mientras en las pantallas las noticias repetían su nombre:

“El columnista Erik Martínez ayudó a detener a un imitador del Asesino de las Flores.”

Por dentro, Erik sentía que algo estaba incompleto, un murmullo en su mente que le repetía que las sombras nunca desaparecen del todo.

Mientras revisaba su bandeja de entrada, su móvil sonó.

Número desconocido.

El corazón de Erik dio un vuelco.

—¿Sí?

Un silencio, seguido de una respiración.

—Erik —dijo una voz masculina, con un tono neutral, casi apagado.

—¿Quién eres?

—No importa quién soy. Lo importante es que lo conocí. A Elías.

Erik sintió el pulso en la sien.

—¿Qué quieres?

—Quiero que sepas que Elías no actuó solo.

Erik apretó el móvil con fuerza.

—¿Qué estás diciendo?

—La obra de Elías era parte de algo más grande. Algo que tú no entiendes aún.

La llamada se cortó.

Erik se quedó con el móvil en la mano, sintiendo un sudor frío recorrerle la espalda.

Horas después, se reunió con Romero y Olmedo en la comisaría, relatándoles cada palabra de la llamada.

Romero se frotó la barba, con el ceño fruncido.

—Podría ser otro imitador intentando asustarte, o alguien que conocía a Corzo de verdad.

Olmedo miraba la pizarra donde aún estaban las fotos de las víctimas y los recortes de las columnas de Erik.

—Si esto es real, podríamos estar ante algo más grande de lo que pensamos.

Erik respiró hondo, sintiendo la tensión instalarse en sus hombros nuevamente.

—Laura y yo nos casamos en cinco días. No voy a dejar que nada arruine eso.

Romero le palmeó el hombro.

—Te prometo que no lo permitiremos, Erik.

Esa noche, Erik revisaba cada correo y cada mensaje en sus redes, buscando alguna pista sobre la llamada. Laura, mientras tanto, organizaba detalles de última hora de la boda.

—Amor, ¿crees que el ramo se vea bien si le pongo girasoles? —preguntó con una sonrisa.

Erik la miró, sintiendo un nudo en la garganta. Los girasoles, la flor que Elías había usado como firma, ahora aparecían de nuevo.

—Creo que sería perfecto —respondió con suavidad, besándole la frente.

Pero en su mente, algo se agitaba.

A la mañana siguiente, Laura salió temprano para la prueba del vestido, con Olmedo y un agente escoltándola discretamente. Erik, en casa, se sentó frente a su máquina de escribir.

“¿No actuó solo?”

El eco de la llamada no lo dejaba en paz. Pensó en cada artículo que escribió, cada palabra que Elías había utilizado para “inspirarse”. Pensó en Darío, el imitador, y en cómo había repetido el ciclo.

“Si hay alguien más, querrá continuar la obra.”

Sonó el timbre de su apartamento.

Erik se levantó con cautela, mirando por la mirilla.

Era un repartidor, con un paquete pequeño.

—Entrega para Erik Martínez —dijo el joven.

Erik abrió con cuidado y tomó el paquete. Firmó y cerró de inmediato.

El paquete no tenía remitente.

Lo colocó sobre la mesa, lo observó unos segundos y, con un cúter, lo abrió.

Dentro, cuidadosamente doblada, había una flor de papel: un tulipán negro.

Erik sintió que se le helaba la sangre.

Una pequeña nota, en tinta negra:

“El último acto, Erik. Nos vemos pronto.”

Erik llevó de inmediato el paquete a la comisaría. Romero observó el tulipán con atención.

—El tulipán negro simboliza muerte, pero también un renacimiento oscuro —explicó Erik con voz firme.

Olmedo tecleaba en su laptop.

—Nadie vio al repartidor dejar la flor en la central de envíos. Usaron un mensajero freelance, pagado en efectivo.

Romero alzó la mirada.

—Esto no ha terminado.

Esa noche, Erik no pudo dormir. Laura, a su lado, respiraba tranquila, mientras él observaba el techo, sintiendo la amenaza latente en cada sombra.

De pronto, su móvil vibró.

Mensaje desconocido.

“Boda en cinco días. El mejor escenario para un final.”

Erik se levantó con rapidez, saliendo al balcón, respirando el aire fresco de la madrugada mientras sentía que todo volvía a cerrarse sobre él.

Llamó a Romero.

—Van a intentar algo en la boda.

Romero suspiró.

—Lo impediremos, Erik. Lo juro.

Erik apretó el móvil con fuerza.

—No permitiré que toquen a Laura.

—Lo sé, chico. No lo harán.

Los días previos a la boda fueron un desfile de tensión. Patrullas estacionadas en la calle, agentes vigilando a Laura en cada paso, y Erik entrenando su mente para estar preparado.

En las noches, el eco de la voz al teléfono volvía:

“El último acto, Erik. Nos vemos pronto.”

Finalmente, la víspera de la boda llegó. Laura, en bata de seda, sonreía mientras organizaba las flores con su madre. Girasoles, lirios, rosas blancas. Una mezcla de vida y esperanza.

Erik la observaba, y en su mente, la promesa que se repetía una y otra vez:

“No dejaré que nadie te arrebate de mi lado.”

Y mientras el sol se ponía, Erik se preparaba para enfrentar el último acto de esta historia.

Fuera quien fuera, lo detendría.

Aunque le costara la vida.

Capítulo 11: El día de la boda

El sol se alzó tímido entre nubes pálidas el día de la boda, como si la ciudad respirara con cautela ante lo que estaba por suceder.

Laura se preparaba en la habitación del hotel, rodeada de flores, con el vestido colgado cerca de la ventana y el velo extendido como un susurro de luz. Su madre le acomodaba el cabello mientras ella miraba su reflejo con una mezcla de emoción y nervios.

—Hoy es tu día, mi amor —dijo su madre con voz emocionada.

Laura sonrió, aunque en sus ojos danzaba un brillo de preocupación.

—Sí, mamá. Hoy… hoy todo cambiará.

Erik, en otra habitación del hotel, se colocaba el traje mientras Romero ajustaba discretamente el micrófono oculto en su solapa.

—No quiero que te preocupes por nada —dijo Romero con firmeza—. Tenemos agentes dentro y fuera, patrullas en las calles, francotiradores en los techos si es necesario.

Erik asintió, ajustando su corbata frente al espejo. Su reflejo le mostraba un hombre con el rostro cansado, pero con una determinación implacable en los ojos.

—No le pasará nada —murmuró.

Romero lo miró con respeto.

—No, Erik. No hoy.

La ceremonia comenzó en el pequeño jardín detrás del hotel, decorado con guirnaldas de flores blancas y girasoles que Laura había elegido, desafiando el recuerdo oscuro que para Erik tenían.

Los invitados se acomodaron en sus sillas, ajenos a los agentes infiltrados entre ellos, con auriculares transparentes y miradas calculadoras.

Olmedo caminaba entre las filas de asientos, simulando revisar su móvil, mientras un equipo de inteligencia monitoreaba cámaras discretamente instaladas en el perímetro.

Cuando Laura apareció, con su vestido blanco ondeando suavemente en la brisa, Erik sintió que todo el ruido del mundo se apagaba. Solo existía ella, con esa sonrisa que le iluminaba el alma.

Ella caminó hacia él, y al tomarle la mano, Erik sintió una calma momentánea, como si las sombras se hubieran disipado por un instante.

—Te amo —dijo ella en un susurro.

—Te amo más —respondió Erik, con una sonrisa sincera.

El oficiante comenzó a hablar, mientras los invitados se emocionaban, algunos secando lágrimas. Todo parecía perfecto.

Hasta que un destello metálico entre los arbustos captó la atención de Erik.

Olmedo también lo vio, llevándose la mano al auricular.

—Movimiento en el sector tres, al lado del seto —susurró.

Romero, desde otro punto, respondió:

—Preparen contención. No interrumpan la ceremonia aún.

Erik intentó mantener la calma mientras miraba a Laura, que le sonreía, sin darse cuenta del peligro.

“No hoy,” se repitió Erik.

“No la perderás hoy.”

El oficiante levantó la mano.

—Erik, Laura, pueden intercambiar votos.

Erik tomó aire.

—Laura, prometo que, pase lo que pase, estaré a tu lado. Que enfrentaré cada sombra para proteger nuestra luz. Que te amaré, incluso en los momentos en que el miedo intente separarnos.

Laura sonrió, con lágrimas contenidas en sus ojos.

—Erik, prometo que seré tu luz, incluso en los días más oscuros. Que juntos construiremos un hogar donde ni las sombras se atrevan a entrar.

Los invitados sonrieron, conmovidos.

El oficiante asintió.

—Pueden intercambiar los anillos.

Fue en ese momento cuando un grito ahogado se escuchó entre los invitados.

Un hombre con un sombrero oscuro irrumpió desde el lateral, sosteniendo algo brillante en su mano.

—¡Todos quietos! —gritó con voz aguda.

El caos estalló. Los invitados comenzaron a levantarse, algunos gritando, mientras los agentes desenfundaban sus armas con movimientos controlados.

Laura se aferró a Erik, sus ojos desbordando miedo.

—¡No, no! —gritó Erik, cubriéndola con su cuerpo.

El hombre levantó el objeto brillante: un cuchillo largo, con la hoja reflejando la luz del sol.

—¡Erik! ¡El último acto, Erik! ¡El último pétalo!

Romero y Olmedo se acercaron con rapidez.

—¡Baja el arma! —gritó Olmedo.

—¡No arruinen la obra! —chilló el hombre, con una sonrisa desquiciada.

Erik se giró, protegiendo a Laura, mientras veía cómo el hombre alzaba el cuchillo para lanzarse hacia ellos.

Un disparo resonó en el aire.

El hombre cayó de rodillas, dejando caer el cuchillo, mientras la sangre comenzaba a manchar su camisa blanca.

Olmedo bajó su arma con manos firmes, respirando con fuerza.

El silencio regresó al jardín mientras el hombre caía al suelo, murmurando con voz apenas audible:

—El último… pétalo…

Romero se acercó para revisar el pulso.

—Está vivo. Llamen a una ambulancia.

Laura sollozaba mientras Erik la abrazaba con fuerza.

—Ya pasó, mi amor. Ya pasó —susurró Erik, sintiendo su propio cuerpo temblar.

Los invitados se miraban con rostros pálidos, algunos llorando, otros llamando a familiares para asegurarles que estaban bien.

Romero se acercó a Erik, con la cara endurecida.

—Era un tercero. Otro imitador.

Erik respiró hondo, sosteniendo el rostro de Laura entre sus manos.

—No nos quitarán esto, Romero. No hoy.

Romero asintió, con una leve sonrisa.

—Terminen la ceremonia.

Minutos después, mientras la ambulancia se llevaba al atacante bajo custodia, el oficiante, con voz temblorosa, retomó la ceremonia.

—Por el poder que me confiere la ley, los declaro marido y mujer.

Erik y Laura se besaron con lágrimas en los ojos, mientras los aplausos se elevaban entre los presentes.

Fue un beso lleno de vida, de lucha, de promesas que ni las sombras podían romper.

Esa noche, Erik y Laura se quedaron en el hotel, abrazados, sin poder dormir.

—Lo logramos —susurró Laura.

Erik acarició su cabello, con lágrimas silenciosas en sus ojos.

—Lo logramos.

Y mientras se quedaban en silencio, Erik sabía que la oscuridad siempre volvería a acechar.

Pero también sabía que ahora no estaba solo para enfrentarla.

Juntos, enfrentarían cada sombra.

Y juntos, protegerían su luz.

Capítulo 12: El último pétalo

La noche de bodas no tuvo risas ni copas de vino. Tuvo silencio.

Erik y Laura se encontraban en la suite, las luces apagadas, escuchando la respiración del otro en la oscuridad mientras afuera, las sirenas aún rompían la calma de la ciudad.

Erik tenía los ojos abiertos, fijos en el techo, sintiendo el latido de su corazón como un tambor de guerra en su pecho.

“El último pétalo.”

Aquellas palabras se repetían en su mente como un eco, un murmullo que no desaparecía.

Laura, a su lado, temblaba suavemente. Erik la abrazó.

—Te prometí que nada te pasaría —susurró.

Ella alzó la vista, con los ojos llenos de miedo y amor.

—Lo sé. Pero… ¿se acabó, Erik?

Él no supo qué responder.

El amanecer llegó gris, pesado, con la bruma cubriendo las calles como un velo de ceniza.

Romero llamó a Erik temprano.

—El tipo que atacó en la boda… murió en el hospital. No pudimos interrogarlo.

Erik respiró hondo.

—¿Sabemos quién era?

—Un trabajador de imprenta, sin antecedentes. Tenía recortes de tus columnas y de Corzo en su departamento. Paredes llenas de flores de papel, notas sobre “la obra”, sobre ti y Laura…

Erik cerró los ojos.

—Era otro peón.

Romero guardó silencio.

—Cuídate, Erik.

Al colgar, Erik caminó hasta la ventana, observando la ciudad.

Todo parecía normal.

Pero él sabía que no lo era.

Al mediodía, Erik decidió que no podía seguir huyendo. Tomó su chaqueta y miró a Laura, que lo observaba con ojos llenos de preguntas.

—Tengo que ir al Post.

Laura negó con la cabeza.

—No me dejes sola.

Él se acercó, tomándole las manos.

—No lo estás. Siempre estoy contigo.

Ella lo abrazó con fuerza, temblando.

—Prométeme que volverás.

Erik besó su frente.

—Lo prometo.

La redacción del Post olía a café viejo y tinta fresca. Los compañeros de Erik lo recibieron con aplausos tímidos, con palmadas en el hombro, con respeto.

Él caminó hasta su escritorio, encendió la lámpara y sacó una hoja en blanco.

Su mente estaba nublada, pero sus dedos comenzaron a moverse sobre las teclas:

“A veces creemos que las historias terminan cuando el villano es derrotado. Que la justicia se alza y que la oscuridad se retira.

Pero la oscuridad no desaparece. Se repliega. Se esconde. Espera.

La luz, nuestra luz, es lo único que puede mantenerla a raya.”

Al cerrar el archivo, vio un sobre amarillo sobre el escritorio.

Erik sintió que el mundo se detenía.

Lo tomó con manos temblorosas.

Lo abrió.

Dentro, una flor de papel, negra, perfectamente doblada.

Un tulipán negro.

Y una nota, escrita con tinta negra, pero con algo diferente: una mancha de sangre seca en la esquina.

“Nos vemos esta noche. El final. El último pétalo.”

El teléfono de su escritorio sonó.

Erik lo tomó con rapidez.

—¿Sí?

Una respiración.

—Erik… qué placer escucharte de nuevo.

La voz era calmada, con una cortesía escalofriante.

—¿Quién eres? —dijo Erik, su voz firme.

—Quien siempre estuvo observando, Erik. Quien estuvo detrás de Elías. Quien inspiró a Darío. Quien envió al último a tu boda.

Erik sintió un frío en la nuca.

—¿Por qué?

La voz suspiró suavemente.

—Porque tú eres la luz, Erik. La pieza final. El columnista que convierte la muerte en inmortalidad con sus palabras. Y hoy… escribirás nuestro final.

La llamada se cortó.

Erik se levantó de golpe, corriendo fuera de la redacción mientras llamaba a Romero.

—Van a venir por Laura. Hoy. Esta noche.

—¡Calma, Erik! Tenemos vigilancia…

—No es suficiente. Él lo dijo. Él siempre estuvo detrás.

Romero maldijo del otro lado.

—Voy para allá.

Erik llegó al apartamento corriendo, subiendo las escaleras de dos en dos. La puerta estaba abierta.

—¡Laura! —gritó.

No hubo respuesta.

Entró con cautela, sintiendo cada latido en su garganta.

Entonces la vio.

Laura estaba sentada en el suelo del salón, atada a una silla, con cinta en la boca, los ojos desbordando lágrimas.

Frente a ella, un hombre de traje negro, con guantes de cuero, se giró lentamente.

Sonrió.

—Erik. Justo a tiempo.

Erik sintió un temblor recorrerle la columna, pero su mirada se llenó de furia.

—Suéltala.

El hombre levantó un dedo.

—No tan rápido, Erik. ¿Sabes qué es lo hermoso de una flor? Que siempre muere para renacer. Y hoy… la tuya está a punto de marchitarse.

Erik dio un paso adelante.

—Tócala, y te mato.

El hombre rio suavemente.

—Eso es lo que quiero. El último pétalo, Erik. Tu furia. Tu luz. Tu oscuridad.

De su bolsillo, sacó un pequeño cuchillo.

Erik se lanzó sin pensarlo.

El hombre intentó clavarle el cuchillo, pero Erik lo desvió con un golpe. La lucha fue rápida, brutal, en el salón iluminado apenas por la luz que entraba por la ventana.

Erik tomó una lámpara y la estrelló contra el hombre, que cayó al suelo, dejando caer el cuchillo.

El hombre lo miró, con sangre en los labios, y sonrió.

—Gracias, Erik… por completar… la obra…

Entonces se quedó inmóvil.

Erik respiraba con dificultad, temblando mientras tomaba el cuchillo y lo arrojaba lejos. Corrió hacia Laura, rompiendo las cuerdas con manos torpes, quitándole la cinta de la boca.

Ella lloraba, aferrándose a él.

—Erik… Erik…

—Shhh… ya está… ya está… ya pasó…

La abrazó con toda la fuerza de su ser, sintiendo que las lágrimas le nublaban la vista.

Cuando Romero llegó con los refuerzos, encontró a Erik y Laura abrazados, rodeados de vidrios rotos y silencio.

Romero se arrodilló frente a Erik.

—Se acabó.

Erik lo miró con ojos enrojecidos.

—Sí… se acabó.

Esa noche, Erik se sentó frente a su máquina de escribir, con Laura dormida a su lado, segura.

Comenzó a escribir, sus dedos firmes, su mirada decidida.

“La oscuridad volverá, siempre vuelve.

Pero también volverá la luz.

Y mientras estemos aquí, dispuestos a luchar, a proteger lo que amamos, la oscuridad no podrá ganar.

Este es el final.

El último pétalo ha caído.”

Terminó de escribir.

Apagó la máquina.

Miró a Laura, y en su sonrisa dormida, encontró su paz.

Por primera vez en mucho tiempo, Erik se permitió cerrar los ojos y dormir.

Porque sabía que cuando despertara, el sol saldría.

Y esta vez, las sombras no lo vencerían.

Yerandy López