El niño de Avilés

Libros y leyendas

El niño de Avilés

Capítulo 1: El día en que Tiago subió a la montaña

El niño de Avilés: Tiago se despertó con el canto de los pájaros que llenaban de alegría las calles de Avilés. El aire fresco del norte de España se colaba por la ventana, anunciando que sería un buen día para explorar.

Martí, su perro fiel, dormitaba en su rincón, con sus patitas temblando suavemente mientras soñaba con correr por los prados. Martí ya era un perro viejo, con el hocico blanco y los ojos llenos de sabiduría, por eso esa mañana decidió quedarse en casa descansando.

Tiago, con su espíritu de aventura, se calzó sus botas, tomó su pequeña mochila con un pedazo de pan y algo de queso, y se despidió de su madre con un beso en la frente.

—No tardes, Tiago —le dijo ella con una sonrisa.

—¡Volveré antes de que el sol se esconda! —respondió el niño, mientras salía al camino de piedras que conducía a las colinas verdes.

El sol iluminaba la hierba húmeda mientras Tiago subía por los senderos que conocía de memoria. Se detenía a mirar flores de colores que crecían junto al camino y escuchaba el murmullo del viento entre las hojas de los árboles altos.

En su bolsillo, llevaba una piedrecita azul que había encontrado el día anterior. Para Tiago, cada piedra era un tesoro, cada caminata, una nueva historia. Ese día, su misión era encontrar un nido de gorriones en lo alto de los arbustos, para ver cómo las pequeñas crías asomaban sus cabecitas pidiendo alimento.

A medida que subía, el aire se sentía más fresco y el aroma de los pinos se mezclaba con el de las flores silvestres. Tiago se detuvo a mirar el pueblo desde arriba: las casas de tejados rojos parecían pequeños juguetes, y el campanario de la iglesia se elevaba orgulloso sobre todas ellas.

Con cada paso, Tiago sentía que el mundo era grande y lleno de misterios, y aunque Martí no estaba con él, su corazón se sentía valiente.

Sin saberlo, aquel día sería distinto a todos los demás, porque en lo profundo de las montañas, algo más que un nido de gorriones lo estaba esperando.

Capítulo 2: La manada de lobos pardos

Tiago seguía caminando, con la emoción, latiéndole en el pecho. Cada rama que crujía bajo sus botas le parecía un tambor que marcaba su paso en la montaña.

El sol estaba alto cuando llegó a un claro donde las piedras formaban un pequeño círculo, como si fuera un lugar de reunión secreto entre las flores y los pájaros. Allí se sentó a comer su pedazo de pan con queso, mientras escuchaba el canto lejano de un cuco.

De pronto, un ruido extraño interrumpió la calma. Era un crujir de ramas, pero no era el sonido ligero de un conejo ni el trote suave de un ciervo. Era un sonido más pesado, más profundo, que parecía avanzar en silencio.

Tiago se levantó despacio, con cuidado, y miró entre los arbustos. Lo que vio hizo que se le detuviera el aliento: unos ojos amarillos lo observaban, fijos, atentos.

Un lobo pardo, con su pelaje revuelto y sus orejas erguidas, estaba frente a él. No estaba solo. A su alrededor, otros lobos comenzaban a asomar entre las sombras de los árboles, formando un semicírculo que rodeaba a Tiago.

El niño sintió cómo el corazón golpeaba en su pecho. Recordó a Martí, su perro, y deseó con todas sus fuerzas que estuviera allí con él, pero sabía que ese día, su amigo no lo acompañaba.

El viento movió las hojas de los árboles, y el aroma de los lobos llegó hasta Tiago, un olor fuerte al bosque y al animal salvaje. Los lobos no gruñían, pero sus ojos brillaban con curiosidad y hambre.

Con calma, Tiago retrocedió un paso, pero un lobo se adelantó, bloqueándole el camino. Miró alrededor y vio un costado de la montaña que se elevaba con rocas y raíces que podían servirle de apoyo.

Sin pensarlo más, Tiago comenzó a trepar, usando sus manos y pies para sostenerse de las piedras y raíces. Las rocas se sentían frías bajo sus manos, y algunas se movían, pero Tiago no se detuvo. Subía con rapidez, sintiendo el aire golpearle la cara.

Los lobos lo miraban desde abajo, rodeando la base de la pendiente, moviéndose de un lado a otro mientras soltaban suaves aullidos que se mezclaban con el susurro del bosque.

Tiago llegó a una roca que sobresalía como un pequeño mirador y se detuvo a tomar aire, con el pecho subiendo y bajando rápido. Miró hacia abajo y vio los ojos de los lobos brillando entre las sombras.

Sintió miedo, pero también una chispa de valentía. Sabía que no podía bajar, pero tampoco podía quedarse allí para siempre. Levantó la vista al cielo, buscando una idea, una señal, algo que pudiera salvarlo.

En ese momento, una nube baja cubrió el sol, oscureciendo por un instante el claro donde los lobos esperaban. Tiago cerró los ojos con fuerza, deseando estar a salvo, mientras el viento comenzaba a soplar con más intensidad, trayendo consigo un murmullo extraño, como un latido que venía desde el cielo.

Era como si el aire se estuviera preparando para algo grande.

Y Tiago, con el corazón latiendo fuerte, sintió que ese momento cambiaría su vida para siempre.

Capítulo 3: El dragón negro en el cielo

El viento se hizo más fuerte, agitando las hojas y levantando un murmullo entre los árboles, como si el bosque hablara en un idioma secreto que solo los valientes podían escuchar.

Tiago, aun de pie en la roca, sintió que el aire se cargaba de una energía extraña, como si una tormenta estuviera a punto de nacer, aunque no había truenos ni relámpagos. Solo un brillo en el cielo que crecía, como una chispa que se encendía entre las nubes bajas.

De pronto, un rugido profundo llenó el aire, un sonido que parecía venir de todas partes. Los lobos, que hasta ese momento se movían de un lado a otro, se detuvieron de golpe, levantaron sus hocicos al cielo y comenzaron a gemir suavemente, inquietos.

Fue entonces cuando Tiago lo vio.

Desde el cielo descendía una bola de fuego negra, envuelta en humo y destellos anaranjados. Pero no era solo fuego: dentro de aquella nube, un enorme dragón de escamas negras se agitaba, moviendo sus alas poderosas que al batirse hacían temblar las copas de los árboles.

El dragón se deslizó entre las nubes, bajando cada vez más, hasta que su vuelo rozó las ramas de los pinos, arrancando hojas que volaron por el aire como un enjambre verde.

Los lobos comenzaron a retroceder, con sus ojos llenos de miedo, mientras el dragón rugía, llenando todo con su voz profunda, como un tambor que hacía vibrar la tierra.

De su boca salió un aliento de fuego que iluminó el claro, lanzando llamaradas que crepitaban con un brillo dorado. Los lobos intentaron huir, pero las llamas se extendían como lenguas que bailaban, ahuyentándolos uno por uno.

Tiago, desde su roca, observaba con asombro. El miedo que había sentido comenzó a transformarse en una mezcla de respeto y admiración. El dragón no lo miraba con furia, sino que sus ojos, tan grandes como faroles, parecían llenos de un brillo protector.

Cuando el último lobo desapareció entre los árboles, el dragón se posó suavemente en una ladera cercana, plegando sus alas con un movimiento elegante que agitó el aire.

Tiago y el dragón se quedaron mirando por un instante que pareció eterno. Los ojos del dragón eran profundos, de un color ámbar intenso, llenos de historias que Tiago no podía comprender, pero que sentía en su corazón.

El dragón movió su cabeza hacia abajo, como si saludara, y un leve resplandor de fuego salió de sus fauces, iluminando el rostro de Tiago con un brillo cálido, que no quemaba, sino que llenaba de valor.

Luego, con un batir de alas que hizo danzar las hojas del bosque, el dragón se elevó al cielo, dejando una estela de chispas que se apagaban lentamente mientras se perdía entre las nubes.

Tiago se quedó en la roca, con el corazón latiendo con fuerza, sintiendo que había presenciado algo que cambiaría su vida para siempre.

Miró al cielo mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro, y en ese instante comprendió que había encontrado un amigo nuevo, uno tan grande y misterioso como el mismo cielo.

Capítulo 4: Los rumores en Avilés

A la mañana siguiente, el sol iluminó las calles de Avilés con un brillo suave que hacía relucir las tejas rojas y las flores en los balcones.

Pero ese día, el aire estaba lleno de murmullos.

En la plaza, los vecinos se reunían con expresiones de asombro y curiosidad, hablando de lo que había pasado en la montaña. Decían que al caer la tarde, luces y fuego se habían visto desde lejos, iluminando el bosque mientras un rugido llenaba el aire.

—Fue un hechizo, seguro —comentó una mujer, con los ojos muy abiertos.

—Yo digo que fue una tormenta de rayos que cayó justo sobre la manada de lobos pardos —dijo un anciano, moviendo la cabeza con seriedad.

—¡No, no! Fue un espíritu del bosque que vino a protegernos de esos lobos salvajes —afirmó un joven, con emoción.

Los niños escuchaban con asombro, mientras otros se tapaban los oídos, asustados por la historia de la manada de lobos que había sido destruida.

Tiago, entre ellos, caminaba en silencio. Sus manos estaban escondidas en los bolsillos y su mirada se perdía en el suelo de piedras, mientras recordaba cada detalle del dragón negro, el rugido que hacía temblar los árboles y el brillo de sus ojos protectores.

Quiso hablar, contar la verdad, decirles que no era un hechizo ni una tormenta, sino un dragón, grande y majestuoso, que había llegado para salvarlo. Pero algo en su corazón le decía que era mejor guardar silencio.

Recordó las historias de su madre, que siempre le decía que algunas verdades son como semillas, que necesitan tiempo para crecer antes de mostrarse al mundo. Y Tiago decidió guardar aquella verdad como un tesoro secreto, algo que lo acompañaría siempre, aunque nadie más lo supiera.

Mientras caminaba por las calles de Avilés, el aire traía el aroma de pan recién horneado y el sonido de las campanas de la iglesia, pero para Tiago, aquel día era diferente.

Cada paso que daba le recordaba que en las montañas vivía un amigo que había venido del cielo, un amigo que había confiado en él, y que él debía cuidar ese secreto con valentía.

Aquella noche, antes de dormir, Tiago miró por la ventana hacia la montaña. El cielo estaba estrellado, y entre las estrellas creyó ver una figura negra moviéndose con suavidad, como un ave gigante que lo observaba desde lo alto.

Sonrió con el corazón tranquilo, sintiendo que no estaba solo, que aquel dragón negro era ahora parte de su historia y de su vida, y que algún día, cuando fuera el momento, lo contaría.

Pero por ahora, el secreto del dragón y de Tiago seguía siendo un latido silencioso en el corazón del niño de Avilés.

Capítulo 5: El secreto con del abuelo

Los días pasaron, y cada tarde, después de ayudar a su madre con los mandados, Tiago subía de nuevo a la montaña.

Llevaba en su mochila un trozo de pan y un cuaderno donde dibujaba árboles, piedras y aves, pero, en realidad, subía con la esperanza de volver a ver a su amigo: el dragón negro de ojos brillantes.

A veces se sentaba sobre una roca alta, escuchando el murmullo del viento, y en medio de las nubes veía, a lo lejos, una sombra que se movía con gracia en el cielo. Cada vez que la veía, su corazón se llenaba de alegría y valor.

Un atardecer, mientras regresaba con los últimos rayos de sol pintando de dorado las calles de Avilés, su abuelo lo esperaba sentado en un banco frente a la casa. Tenía la mirada tranquila, con esos ojos llenos de historias que solo los abuelos conocen.

—Mi querido Tiago —dijo el abuelo con una sonrisa—, te envidio tanto.

Tiago se detuvo, sorprendido. Nunca había escuchado a su abuelo decir algo así.

—¿Por qué, abuelo? —preguntó con curiosidad.

El abuelo lo miró con una ternura que llenó de calidez el aire de la tarde. Se inclinó un poco hacia él y le habló en voz baja, como si compartiera un secreto.

—Ese olor que traes cada tarde en tu ropa… ese aroma que queda cuando regresas… —cerró los ojos un momento, respirando profundo—. Es el olor de Moilis, el dragón negro.

Tiago abrió los ojos con asombro. Quiso decir algo, pero las palabras no le salían.

—Sí, Tiago —continuó el abuelo—. Cuando yo era joven, como tú, conocí a Moilis. También me salvó una vez, en un invierno muy duro. Y cada vez que regreso de la montaña, puedo sentir su aroma, un olor a cielo, a fuego y a viento.

Tiago sonrió, sintiendo una alegría cálida en su pecho. El abuelo no solo sabía de Moilis, sino que había sido amigo de él.

—Salúdalo de mi parte, por favor —dijo el abuelo, con un brillo de nostalgia en sus ojos—. Ya no soy muy viejo para subir esas montañas, pero dile que no lo he olvidado.

Tiago asintió con emoción, sintiendo que el secreto que guardaba ya no era tan pesado, porque ahora lo compartía con alguien que entendía.

Esa noche, mientras se acostaba, Tiago miró las estrellas desde su ventana. Cerró los ojos y pudo imaginar al dragón volando entre las nubes, dejando un rastro de chispas doradas en el cielo.

Ahora, Moilis no solo era su amigo, sino también el amigo de su abuelo, y juntos compartían un secreto mágico que unía sus corazones con las montañas y con el cielo.

Capítulo 6: El dragón que salvó a Avilés

Los días en Avilés transcurrían tranquilos, con el sonido de las campanas y el aroma del pan recién horneado llenando el aire, pero en el horizonte, un día, se vieron velas blancas y banderas extrañas acercándose por el mar.

Eran barcos de vikingos que llegaban con sus cascos y escudos, gritando mientras remaban con fuerza, con intenciones de saquear el pueblo y llevarse todo lo que encontraran.

Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar con urgencia. Los vecinos corrían, cerrando puertas y ventanas, mientras el miedo llenaba las calles de Avilés.

Tiago observaba desde lo alto de la montaña, con el corazón latiendo rápido. Recordó las palabras de su abuelo, que le había contado cómo, en su juventud, Moilis había ayudado en tiempos difíciles. Tal vez, pensó Tiago, ese momento había llegado de nuevo.

Entonces, alzó su mirada al cielo y llamó con todas sus fuerzas.

—¡Moilis! ¡Ayúdanos, por favor!

El viento se detuvo un instante, como si el mundo entero guardara silencio, y luego, un rugido profundo llenó el aire.

Desde detrás de las nubes, Moilis, el dragón negro, apareció con su vuelo poderoso. Sus alas agitaban el aire con tanta fuerza que las hojas de los árboles danzaban en círculos y el humo de las chimeneas se dispersaba como hilos de algodón en el cielo.

Moilis descendió con un rugido que hizo temblar a los invasores, mientras un fuego dorado iluminaba su pecho. Los vikingos, que se preparaban para entrar en el pueblo, se detuvieron al ver aquel dragón gigante descender con majestuosidad.

Con un aliento de fuego, Moilis lanzó una llamarada que se extendió frente a los barcos, creando un muro de fuego en el agua. Los vikingos, asustados, comenzaron a retroceder, tropezando mientras volvían a sus barcos.

Los habitantes de Avilés, que miraban con asombro desde sus casas, comenzaron a salir poco a poco, con lágrimas de alivio en los ojos. Los niños reían y saltaban, mientras los adultos se abrazaban, comprendiendo que el peligro había pasado.

Tiago miraba todo desde la colina, sintiendo que su corazón se llenaba de orgullo y gratitud. Moilis se giró un momento hacia él, inclinando la cabeza, como si le sonriera, antes de alzar el vuelo una vez más, dejando un rastro de chispas doradas en el cielo.

Cuando Tiago bajó al pueblo, vio a su abuelo esperándolo con una sonrisa tranquila.

—Lo saludaste de mi parte, ¿verdad? —preguntó el abuelo.

Tiago asintió, abrazando con fuerza a su abuelo, sintiendo que ese momento era el más feliz de todos.

Desde aquel día, el pueblo de Avilés se llenó de alegría. Las personas contaban historias sobre cómo un dragón negro había protegido sus hogares, aunque pocos sabían que era Moilis, el amigo de un niño y de un abuelo, quien realmente había cuidado de ellos.

Y así, cada tarde, Tiago seguía subiendo a la montaña, acompañado por Martí, su viejo perro, que caminaba a su lado con paso tranquilo. Allí, en lo alto, miraba al cielo, buscando a Moilis entre las nubes, sabiendo que mientras su amigo dragón cuidara de ellos, Avilés siempre sería un lugar seguro.

Porque cuando un niño, un abuelo y un dragón se unen, hasta los sueños más imposibles se convierten en realidad.