
Las Nueve Noches del Falcón.
Sinopsis:
Cuando un incendio consume en llamas su oficina y a sus once compañeros, Brian sobrevive por un giro del destino que pronto entenderá como un aviso. Tras el humo y los escombros, un solo nombre quedó flotando entre la ceniza. “Falcón”, el nombre en clave de un archivo prohibido que oculta una red de corrupción tan amplia como mortal.
Obligado a desaparecer, Brian se sumerge en la oscuridad de una ciudad que se ha convertido en un laberinto de cámaras, cazadores y mentiras. Sin poder usar su nombre ni su pasado, se convierte en un fantasma que aprende a moverse con siglo, a comunicarse en susurros, a sobrevivir mientras reúne las piezas de una verdad que muchos quieren mantener enterrada.
Junto a Eve, una periodista que se convierte en su única aliada, y Martin, un contacto con un pasado cargado de secretos, Brian se enfrentará a nueve noches de tormentas, huidas y traiciones, donde cada sombra puede ser un enemigo y cada latido un recordatorio de que sigue vivo.
Bajo la lluvia, en techos resbaladizos y pasillos oscuros, mientras drones surcan los cielos y linternas barren las calles, Brian se transformará en “Falcón”, el nombre que eligió para que la verdad pueda volar libre incluso cuando todo parezca perdido.
Porque cuando la justicia está secuestrada y el miedo gobierna en silencio, no basta con sobrevivir: hay que ser la sombra que observa, el cazador que espera, el halcón que vuela en la noche más oscura, para que la verdad despierte y arda como un incendio imposible de apagar.
Las Nueve Noches del Falcón es un thriller de conspiración cargado de suspenso, humanidad y valentía, donde cada página te sumerge en un pulso eléctrico de huida y redención, recordándote que, incluso en la oscuridad, siempre habrá un halcón dispuesto a alzar el vuelo.
Capítulo I: El Incendio
El otoño respiraba con un aliento gris sobre la ciudad mientras Brian caminaba de regreso tras el almuerzo, con el eco de la voz de su madre todavía resonando en su oído, esa voz que siempre insistía en cuidarlo, aunque él se negara a admitirlo.
Había tomado un camino distinto aquella mañana, entretenido en la llamada, dejando que la charla lo alejara de la rutina. Fue esa distracción la que lo colocó, a menos de una cuadra de su oficina, cuando el mundo se estremeció.
La explosión llegó como un latigazo de luz y sonido que quebró el aire. Un estruendo sordo, seguido por un rugido de fuego y el estallido de vidrios que volaron como dagas incandescentes sobre el asfalto. El impacto lo lanzó contra una pared, con un zumbido ensordecedor, llenándole la cabeza, mientras un hongo de humo oscuro ascendía al cielo con la ferocidad de algo que no se detendría.
Por un instante, el tiempo se detuvo. El humo se deslizaba por la calle, envolviendo a los curiosos que se asomaban entre gritos y el ulular de sirenas que comenzaban a rasgar la quietud.
Brian se obligó a levantarse, con las manos temblorosas, mientras veía las llamas, devorar la estructura que conocía tan bien, esa oficina donde revisaban contratos, licitaciones y expedientes que muchos preferirían olvidar. Donde once compañeros trabajaban, reían, se quejaban del café, compartían un espacio pequeño pero cargado de ideales.
Once compañeros que ya no saldrían de allí.
Los bomberos comenzaron a llegar, ordenando a todos que se alejaran, mientras la multitud se amontonaba, grabando con teléfonos, gritando, llorando.
Brian dio un paso atrás.
Y entonces lo sintió, en lo más hondo de su pecho: esto no había sido un accidente.
El fuego tenía un lenguaje que entendió de inmediato, un mensaje que no necesitaba ser explicado: alguien quería que aquello ocurriera, y ese alguien no aceptaría testigos.
Entre el humo y el estruendo, se giró, alejándose mientras las sirenas se mezclaban con el rugir del fuego y los gritos de los curiosos. Cada paso era un latido de incertidumbre, un latido de un hombre que había entendido, con la brutalidad de las llamas, que no podía volver a casa, que no podía usar su nombre, que no podía confiar en nadie.
Porque la mano que había encendido ese fuego no era una mano cualquiera.
Era la mano de algo oscuro, frío, y silencioso.
Y Brian comprendió que, si quería vivir para descubrir la verdad, tendría que aprender a caminar en las sombras.
Allí, entre el humo y la ceniza, nació el hombre en el que debía convertirse.
Capítulo II: El Nombre de Argos
La primera noche Brian no la pasó en ningún lugar que pudiera llamar “refugio”. Vagó por calles húmedas mientras el humo del incendio seguía pegado a su ropa como un recordatorio. La ciudad, bajo sus luces amarillentas, parecía ajena al horror de aquel día. Los bares seguían con risas sordas tras sus cristales empañados, los taxis continuaban arrastrando sombras por las avenidas, y los edificios respiraban con sus neones indiferentes.
Pero Brian no era ya uno de ellos.
Sabía que los periodistas cubrirían la historia como un “trágico accidente”, que se hablaría de fallas eléctricas, de tuberías corroídas, de un edificio antiguo que cedió bajo la presión del tiempo y la desidia burocrática. Hablarían de las víctimas en términos fríos: once nombres, once fotos descoloridas en periódicos que al día siguiente serían olvidados por una nueva tragedia que reclamara titulares.
Pero él, mientras caminaba bajo un cielo que se negaba a llorar, recordaba algo que no podía ser olvidado. Paul.
Lo veía en su mente, con su cabello desordenado, esa barba siempre al borde del descuido, con los ojos cansados de tanto leer informes y licitaciones con contratos que olían a podrido. Paul, que se quedaba tarde en la oficina, con un termo de café barato, revisando cada línea, cada cifra, cada nombre. Paul, que tenía la costumbre de garabatear en los márgenes de los documentos, frases que solo él entendía.
Y la noche anterior, mientras Brian recogía su abrigo, Paul le había dicho, con una voz que ahora entendía como un susurro de despedida:
“Si mañana no llego, recuerda la palabra: Argos.”
La primera vez que pensó en esa palabra, fue como un eco sin forma. Caminaba sin rumbo, mientras su mente repasaba cada conversación, cada archivo, cada expediente que Paul había revisado con él. Habían estado investigando contratos de suministros, adquisiciones de maquinaria, licitaciones para proyectos de infraestructura. Un laberinto de papeles y firmas, de sellos oficiales y facturas infladas, donde cada cifra escondía un pequeño robo y cada nombre un posible traidor.
Pero “Argos” no aparecía en ningún contrato. No era una empresa, ni un nombre de proyecto. Era otra cosa.
Brian se detuvo frente a una estación de tren, observando las pantallas que anunciaban salidas y llegadas mientras buscaba en su memoria. La estación olía a metal, a aceite viejo, a humanidad comprimida en un espacio donde las voces se mezclaban en un murmullo constante. Buscó un asiento, un rincón donde pudiera pensar, donde la multitud se convirtiera en un escudo anónimo.
“Argos.”
Recordó, entonces, que en uno de los cafés donde se reunían después del trabajo, Paul había mencionado la mitología griega. Argos Panoptes, el gigante de cien ojos que todo lo veía. El vigilante que jamás dormía.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
¿Qué había querido decirle Paul con esa palabra? ¿Era un nombre clave? ¿Una contraseña? ¿O era una advertencia de que los estaban vigilando?
La estación se llenaba de personas que iban y venían, con maletas y rostros cansados, con urgencias y sueños, con llamadas de último minuto y abrazos apresurados. Brian se levantó y caminó hasta un teléfono público, uno de esos que parecían reliquias, olvidados en un rincón junto a una máquina de refrescos. Introdujo un par de monedas y marcó un número que conocía de memoria, un número que no había marcado en años.
La voz que respondió era calmada, casi mecánica.
—¿Sí?
—Soy yo —dijo Brian, con un hilo de voz.
Hubo un silencio, uno de esos que duran apenas un segundo, pero que se sienten como un abismo.
—Brian —respondió la voz, suavizándose apenas—. ¿Dónde estás?
—No puedo decirlo.
—¿Estás bien?
Brian miró a su alrededor, observando las cámaras de seguridad en las esquinas, los guardias con sus chalecos, los ojos curiosos de quienes esperaban en la fila para comprar boletos.
—No. Escucha, necesito saber algo. “Argos.” ¿Te dice algo?
La voz al otro lado respiró hondo.
—Paul me llamó con esa palabra hace unos días. Dijo que si pasaba algo, era lo que debía recordar.
Brian sintió que las manos temblaban mientras sostenía el auricular frío.
—¿Qué es?
—No lo sé con certeza. Paul mencionó que era un “protocolo”. Algo que estaba relacionado con la investigación. Dijo que era grande, que si salía a la luz, cambiaría las cosas.
—Paul está muerto —dijo Brian, con la voz quebrada—. Están todos muertos.
El silencio se hizo de nuevo, esta vez más pesado.
—Tienes que desaparecer, Brian. Si Paul estaba metido en algo, y tú también, no es seguro para ti.
—Lo sé —respondió él, mirando a su alrededor—. Pero necesito saber qué es “Argos”.
—No llames a este número de nuevo. Te contactaré cuando pueda. Mientras tanto… cuídate.
El clic del auricular se sintió como un disparo en la soledad de su oído. Brian colgó, respiró hondo, y se alejó, sintiendo las miradas invisibles detrás de cada cámara, detrás de cada sombra.
Esa noche, Brian se refugió en un hostal barato en las afueras, pagando en efectivo, usando un nombre falso. Se duchó con agua fría, dejando que el temblor de su cuerpo se mezclara con el del agua que goteaba en un ritmo que marcaba su nueva realidad.
No podía usar su celular. Sabía que cada llamada, cada mensaje, cada palabra dicha, podría ser rastreada, grabada, analizada por programas que convertían su voz en un punto de localización. Tenía que aprender a moverse como un fantasma, a comunicarse solo por líneas seguras, a usar teléfonos analógicos, a dispersar señales con dispositivos de interferencia que apenas conocía de oídas.
Tendría que aprender a vivir en las sombras.
Recordó el rostro de Paul, su última sonrisa. Recordó las llamas devorando su oficina, las sirenas y el humo que se alzaba como un epitafio.
“Argos.”
Si Paul había confiado en él para recordar esa palabra, era porque sabía que Brian no la ignoraría. Porque sabía que, aunque sintiera miedo, no se quedaría de brazos cruzados.
Brian se miró en el espejo agrietado del baño, viendo sus ojos inyectados de cansancio, de humo, de miedo. Pero también vio algo más: una chispa, una determinación que había creído perdida tras años de papeleo y auditorías interminables.
Se puso la chaqueta, tomó la mochila con lo poco que había traído, y salió al pasillo mal iluminado. Sabía que, a partir de ese momento, cada paso que diera lo acercaría a descubrir qué era “Argos”, pero también lo acercaría al peligro.
Y, sin embargo, dio ese paso.
Porque había vidas que ya no podían recuperarse, verdades que no podían ser enterradas entre llamas, y un fuego que ardía en su interior, más poderoso que el que había consumido aquel edificio.
Brian, aquella noche, se convirtió en un hombre dispuesto a caminar entre las sombras.
Y Argos, fuera lo que fuera, lo esperaba.
Capítulo III: Huida y Oscuridad
La noche envolvía la ciudad con una bruma sucia mientras Brian caminaba, con las manos hundidas en los bolsillos y la capucha cubriéndole el rostro. El viento arrastraba papeles y hojas rotas por calles mal iluminadas, y cada farola chisporrotearte parecía un ojo que lo seguía en la penumbra. Cada paso era un latido de un hombre que ya no sabía quién era.
No había vuelto a su apartamento.


No podía.
Sabía que, tras la explosión, su nombre ya figuraba en algún informe interno, en alguna lista de “personas de interés” que debía vigilarse. Había sentido esa mirada invisible, esa tensión en el aire cuando caminaba por la estación de tren o cuando compraba un café barato en un puesto callejero. Era como si el aire se espesara, como si cada cámara lo reconociera, como si cada pantalla en una sala oscura mostrara su rostro cansado mientras alguien tomaba notas en silencio.
Brian había destruido la tarjeta SIM de su teléfono esa misma tarde, arrojando los fragmentos en distintos cestos de basura de la estación. Se deshizo de su billetera y de las tarjetas bancarias, guardando solo el efectivo que tenía. Lo sabía: cada transacción con tarjeta podía delatarlo, cada llamada, cada mensaje, cada conexión Wi-Fi podía convertirse en un rastro que lo llevaría a ser “el siguiente”.
Esa noche la pasó en una lavandería 24 horas, sentado en una silla de plástico al fondo, simulando mirar la ropa, girar, mientras sus ojos vigilaban las sombras en la acera. Tenía el cuello rígido, la espalda tensa y un cansancio que le quemaba los párpados, pero no se permitió dormir. Cada vez que la puerta automática se abría, una ráfaga de aire frío le traía el olor a gasolina y humedad, y el crujido de la puerta se convertía en un latigazo que le recorría la espalda.
Afuera, un coche oscuro pasó lentamente, con los faros apagados. Brian contuvo el aliento. Se obligó a mantener la calma, a no moverse, a no demostrar nada. El coche siguió de largo, y él, con el pulso desbocado, sintió por un instante el filo del miedo rozándole la piel.
Cuando amaneció, la ciudad era un desierto de neón agotado y calles mojadas de un rocío que se mezclaba con el polvo. Brian salió de la lavandería, dejando atrás el zumbido constante de las máquinas, y caminó sin mirar atrás, internándose en calles secundarias. Necesitaba un lugar donde esconderse, un lugar donde pudiera pensar, planear, entender qué era “Argos” y por qué Paul había muerto con esa palabra en los labios.
Recordó que, en las últimas semanas, Paul había estado inquieto. Revisaba documentos una y otra vez, con esas miradas largas a la ventana, como si esperara que alguien irrumpiera en cualquier momento. Brian no había querido preguntarle, demasiado ocupado con las auditorías que se acumulaban, con el cansancio de la rutina que anestesiaba la curiosidad.
Ahora entendía. Ahora no había tiempo para la comodidad de la ignorancia.
Caminó hasta las afueras de la ciudad, a un barrio donde las fábricas viejas parecían esqueletos de ladrillo y acero. Allí, entre grafitis de colores apagados y cristales rotos, encontró un edificio abandonado con un letrero oxidado que alguna vez había anunciado “Almacenes Harker & Sons”. Empujó una puerta lateral que cedió con un chirrido, dejando entrar un haz de luz que iluminó polvo y recuerdos de un lugar olvidado.
Brian subió por una escalera que crujía bajo su peso, hasta llegar a una pequeña oficina con las ventanas rotas y papeles amarillentos esparcidos en el suelo. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la pared, mientras el frío del concreto le subía por la columna. Desde allí, podía ver el amanecer manchando de púrpura las nubes.
Sacó de su bolsillo una hoja doblada: era una de las pocas que había podido rescatar del archivo que compartía con Paul, un documento con nombres y cifras, contratos que se repetían bajo distintas empresas, pagos a consultorías fantasma, firmas de personas que parecían existir solo en papel.
Era el inicio de algo, lo sabía. Una red.
“Argos.”
La palabra retumbaba en su mente como un tambor lejano.
Durmió por fragmentos, con el cuerpo rígido, saltando con cada ruido, con cada crujir del edificio bajo el viento. Al anochecer, se obligó a levantarse y salir de aquel refugio temporal. Necesitaba comunicarse, pero no podía hacerlo de cualquier forma.
Caminó hasta un barrio con tiendas pequeñas y calles angostas, donde encontró un cibercafé que aún usaba computadoras viejas y monitores gruesos. Pagó en efectivo, bajó la cabeza, y eligió una computadora al fondo. Antes de sentarse, revisó cada rincón del local, observando cámaras de seguridad, anotando mentalmente las salidas.
Usó una memoria USB vieja con un sistema operativo portátil que Paul le había dado alguna vez “por si acaso”. Insertó la USB, cargó el sistema, y se conectó a una VPN anónima con una cadena de servidores que enmascaraba su localización. Sus manos temblaban mientras escribía.
Creó una cuenta de correo cifrada, usando un nombre falso, y redactó un único mensaje.
“Eve, necesito verte. No es seguro. ‘Argos’ está en movimiento. Yo también.”
Adjuntó un archivo comprimido con los documentos que había rescatado, usando una contraseña que solo Eve podría descifrar, una palabra que ambos habían compartido alguna vez en un café, lejos de esta pesadilla. “Mistral”.
Envió el correo y eliminó cada rastro antes de cerrar la sesión. Sacó la USB, se la guardó en el bolsillo y salió a la calle con el corazón latiendo con fuerza. El aire de la noche le pareció helado, pero también le devolvía una chispa de claridad.
Eve era periodista de investigación. Una de las pocas personas en las que confiaba, una de las pocas que habían mantenido su integridad cuando todo a su alrededor parecía comprarse y venderse. Si alguien podía ayudarlo a entender qué era “Argos” y a filtrar la información antes de que lo encontraran, era ella.
Pero sabía que, al contactarla, también la ponía en peligro.
El remordimiento le mordía en el pecho, pero no tenía otra opción.
Esa noche, mientras se desplazaba entre calles secundarias, observó un coche negro detenido al otro lado de la avenida. Las luces apagadas, el motor encendido, un humo leve saliendo del tubo de escape. Brian se detuvo, con los pulmones paralizados.
No se movió.
El coche permaneció inmóvil durante un minuto eterno antes de arrancar lentamente, alejándose entre el tráfico que se espesaba con la llegada de la noche.
Brian supo, entonces, que no estaba paranoico.
Lo estaban buscando.
No por casualidad, no por protocolo.
Lo estaban buscando porque sabían que había sobrevivido.
Porque sabían que, en algún lugar, Paul le había confiado la verdad que debía permanecer enterrada.
Porque sabían que Brian había decidido no olvidar.
Siguió caminando, con pasos firmes, mientras la ciudad se iluminaba con luces intermitentes y murmullos de bocinas lejanas. Cada sombra podía ser una amenaza. Cada sonido, una señal. Cada persona que se detenía demasiado tiempo para mirarlo es un posible enemigo.
Pero entre el miedo, un fuego crecía en su interior.
Un fuego que las llamas de aquel edificio no habían podido consumir.
Brian sabía que había renunciado a su nombre, a su vida anterior, a la comodidad de la rutina, al sueño de ser invisible.
Ahora era un hombre en fuga.
Un hombre con un propósito.
“Argos” era su destino.
Y estaba dispuesto a caminar por la oscuridad para descubrir la verdad.
Capítulo IV: Voces en la Línea
La ciudad se extendía como un laberinto de concreto, con sus farolas parpadeantes y el murmullo lejano de las sirenas que se mezclaban con el zumbido de los transformadores. Brian caminaba por calles que apenas conocía, sintiendo el frío colarse por las costuras de su chaqueta, con la capucha cubriendo su rostro y los ojos siempre alerta.
Dormía a intervalos, en estaciones de tren que cerraban a medianoche, en lavanderías silenciosas, en los asientos traseros de autobuses que recorrían la ciudad de un extremo a otro durante la madrugada. Cada parada era una oportunidad de observar, de detectar sombras que se repetían, coches que pasaban demasiado lento, miradas que se detenían un segundo de más.
Había aprendido a no mirar a las cámaras directamente, a no caminar bajo la luz de las farolas, a utilizar los reflejos de las vitrinas para vigilar lo que sucedía detrás de él.
Sabía que lo buscaban.
No era paranoia.
Era un hecho.
Los días se confundían con las noches, mientras Brian estudiaba cada detalle de su entorno. Cada sombra se convertía en un posible delator, cada ruido en un latido que le recordaba que debía moverse, debía esconderse, debía sobrevivir.
Pero también sabía que debía actuar.
“Argos.”
La palabra seguía latiendo en su mente como un tambor lejano. Sabía que allí, en esa palabra, estaba la razón por la que Paul había muerto, por la que sus compañeros se habían convertido en cenizas. Allí estaba la verdad que alguien quería enterrar bajo escombros y humo.
Tenía que contactar a Eve.
Pero no podía hacerlo de cualquier forma.
No podía usar teléfonos públicos sin protección.
No podía enviar correos desde redes inseguras.
No podía acercarse a ella de forma directa.
Sabía que cada palabra podía ser escuchada, que cada llamada podía ser rastreada, que cada conversación podía costarle la vida.
El contacto llegó una mañana, en un café de mala muerte, en un barrio olvidado, donde el olor a café quemado se mezclaba con el de grasa rancia. El hombre se sentó frente a Brian sin pedir permiso, con un sombrero gastado y una barba que parecía hecha de sombras.
—Paul, me dijo que vendrías —dijo el hombre sin mirarlo.
Brian parpadeó, sorprendido, con el pulso acelerado.
—¿Quién eres?
—Amigo de Paul —respondió, dejando caer una pequeña caja de metal sobre la mesa—. Si quieres hablar, usa esto.
Brian tomó la caja con manos temblorosas. Era un dispositivo de dispersión de señales, un bloqueador de frecuencias de corto alcance que anulaba micrófonos y rastreadores de proximidad.
—No confíes en nadie —dijo el hombre, levantándose antes de que Brian pudiera decir una palabra más.
Lo vio alejarse, con pasos lentos, hasta desaparecer entre las sombras de la calle.
Esa misma noche, Brian se refugió en el sótano de una biblioteca abandonada, donde el olor a moho y papel viejo le recordaba los días en los que todo era simple, cuando el único peligro era un café derramado sobre un informe importante.
Colocó el dispositivo en la mesa improvisada que había armado con cajas de cartón y lo activó. Un leve zumbido llenó el aire, un murmullo que le indicó que estaba funcionando.
Sacó un viejo teléfono analógico que había comprado en un mercado de segunda mano, con una línea que no estaba a su nombre. Conectó un pequeño modem, y utilizó una VPN de salto en cadena que Paul le había enseñado a configurar tiempo atrás, para redirigir su señal a través de distintos países antes de que llegara a destino.
La llamada tardó en conectarse.
El corazón de Brian latía con fuerza mientras escuchaba cada tono, cada segundo de silencio, cada fragmento de aire que llenaba el auricular.
Entonces, la voz respondió.
—¿Quién habla?
Era la voz de Eve, cargada de cansancio, de desconfianza, pero también de esa firmeza que siempre había admirado en ella.
—Soy yo —dijo Brian, con un hilo de voz.
Hubo un silencio, uno de esos silencios que se sienten como un abismo, antes de que Eve hablara de nuevo.
—Dios mío, Brian… estás vivo.
Él cerró los ojos, dejando que esa frase se hundiera en su pecho como un bálsamo momentáneo.
—No tengo mucho tiempo. Están escuchando. Necesito verte.
—¿Dónde estás?
Brian miró alrededor, observando las paredes cubiertas de polvo, las sombras que se movían con el parpadeo de la luz de emergencia.
—No puedo decírtelo. No es seguro. Tienes que confiar en mí.
—¿Esto es sobre Paul?
Brian tragó saliva, sintiendo que su garganta se cerraba.
—Es sobre Paul. Es sobre lo que encontramos. Es sobre “Argos”.
El silencio se alargó, y durante un instante, Brian temió que Eve hubiera colgado.
—Escúchame, Brian —dijo finalmente—. Estás en peligro. Si “Argos” está involucrado, no tienes idea de con quién te estás metiendo.
—No me importa —respondió él, con un temblor en la voz—. Esto tiene que salir a la luz. Paul murió por esto. Yo… yo no puedo dejarlo.
Eve respiró hondo.
—Te enviaré un lugar y una hora. No uses este número de nuevo. Y no confíes en nadie.
La llamada se cortó, dejando a Brian con el eco de su propia respiración resonando en el auricular.
Desconectó el teléfono, apagó el dispositivo de dispersión de señales, y se quedó en silencio, escuchando los latidos de su propio corazón mientras el murmullo lejano de la ciudad se filtraba por las paredes.
Sabía que había dado un paso sin retorno.
Sabía que, al contactar a Eve, la había puesto en la mira de quienes lo buscaban.
Pero también sabía que no podía detenerse.
“Argos” no era solo una palabra.
Era un agujero negro que devoraba todo a su paso, una conspiración que se extendía como un veneno por las venas de una ciudad que se creía invulnerable.
Esa noche, mientras dormía con un ojo abierto, con un cuchillo oxidado al alcance de su mano, soñó con Paul. Lo vio sonreír, con esa sonrisa cansada, mientras sostenía un expediente con el nombre de “Argos” escrito en la portada.
—Es tu turno, Brian —le dijo en el sueño—. Es tu turno de mirar.
Brian despertó con un sobresalto, con el pecho ardiendo, con un temblor en las manos que no pudo controlar.
Se levantó, respiró hondo, y se lavó la cara con agua fría de un balde que había llenado horas antes.
Se miró en un espejo roto, viendo su reflejo fragmentado.
Ya no era el mismo hombre.
Ahora era un fugitivo.
Ahora era un testigo.
Ahora era un guerrero en las sombras.
Y estaba listo.
Al amanecer, una nota llegó al correo cifrado que había configurado para Eve. Era simple, clara, sin rastros innecesarios.
“Hoy. 19:00. El viejo muelle 47. Solo.”
Brian respiró hondo mientras el sol se alzaba, pintando la ciudad de un color rojizo que parecía un mal presagio.
Sabía que el muelle estaba lleno de rincones oscuros, de sombras donde se podían esconder ojos y oídos, de contenedores donde se podían ocultar verdades y cuerpos.
Pero no tenía opción.
Tenía que ir.
Porque Paul había muerto por esto.
Porque Eve arriesgaba su vida por esto.
Porque “Argos” era un monstruo que devoraba todo a su paso, y alguien tenía que enfrentarlo.
Brian guardó el teléfono, se colocó la capucha, y caminó hacia el muelle, con pasos firmes, con la respiración controlada, con el miedo convertido en un combustible silencioso.
Porque había llegado el momento de escuchar las voces en la línea.
Y de descubrir, al fin, qué secretos guardaba “Argos”.


Capítulo V: El Laberinto de Pruebas
El muelle 47 era un esqueleto de metal y madera podrida que se extendía hacia las aguas negras del río como un dedo acusador. El aire olía a sal mezclada con óxido y gasoil, mientras las luces de un puerto industrial lejano parpadeaban en la penumbra como ojos vigilantes. Era un lugar donde las sombras se alargaban hasta tragarse la luna y donde cada crujido del tablón bajo los pies parecía el latido de un gigante que dormía bajo las aguas.
Brian llegó antes de tiempo.
Había aprendido a hacerlo. Llegar antes, observar, calcular rutas de escape, estudiar rostros, identificar coches estacionados demasiado tiempo, faros apagados, sombras que se movían cuando no debían moverse.
Caminó con las manos en los bolsillos, con el cuello de su abrigo levantado, con la capucha cubriéndole el rostro, mientras los faroles dispersos del muelle oscilaban con el viento.
El reloj marcaba las 18:47.
Treinta y siete minutos de vigilancia, treinta y siete latidos de un hombre que sabía que estaba cruzando una línea invisible.
A las 19:02, la vio.
Eve se acercaba con pasos silenciosos, sus cabellos oscuros recogidos bajo una gorra, con un abrigo gris que se fundía con la neblina del muelle. Sus ojos se movían con la misma ansiedad que los de Brian, repasando esquinas, ventanas rotas, la superficie del agua.
Se detuvo a tres metros de él.
—Brian —dijo, apenas un susurro.
Él bajó la capucha. Los ojos de Eve se abrieron con un destello de alivio y miedo.
—Estás vivo.
Brian asintió, tragando saliva.
—Gracias por venir.
Ella lo miró con firmeza.
—Sabes que si te encontré, otros también pueden hacerlo.
Brian respiró hondo, dejando que el aire frío le quemara los pulmones.
—Lo sé. Pero no puedo hacer esto solo.
Eve se acercó, bajando la voz.
—¿Qué tienes?
Brian sacó una pequeña memoria USB de un bolsillo interior, envuelta en cinta aislante.
—Es todo lo que Paul me dejó. Documentos, registros de llamadas, contratos. No pude ver todo aún, pero hay nombres, cifras, cuentas en el extranjero. Hay algo grande aquí, Eve. Algo que Paul llamó “Argos”.
Ella tomó la memoria con cuidado, como si fuera una bomba.
—¿Por qué me la das a mí?
—Porque confío en ti. Y porque si me atrapan, esto no puede desaparecer.
Eve lo miró con esa mezcla de valentía y cansancio que la caracterizaba.
—Sabes que si público esto, no habrá marcha atrás.
Brian sostuvo su mirada.
—Ya no hay vuelta atrás para ninguno de nosotros.
Un crujido les hizo girar la cabeza al unísono. Un bote se alejaba del muelle, con un motor que resoplaba en la distancia. Las luces de la ciudad parecían más lejanas, más frías. Brian sintió el pulso acelerársele, mientras Eve guardaba la memoria en su abrigo.
—Tengo un contacto que puede ayudarme a descifrar esto —dijo Eve—. Alguien que conoce cómo funcionan estos contratos, cómo se mueven estos pagos.
Brian asintió, aunque su mente ya estaba trabajando en los siguientes pasos.
—¿Qué sabes de “Argos”? —preguntó.
Eve suspiró.
—Paul me mencionó algo, semanas antes de morir. Dijo que “Argos” no era solo un nombre, sino un sistema. Un protocolo de encubrimiento. Algo que usaban para ocultar movimientos de fondos relacionados con contratos públicos y campañas políticas. Usaban empresas, fachadas, consultorías, contratos inflados. Y si alguien se acercaba demasiado…
—Lo eliminaban —completó Brian, sintiendo el escalofrío que ya conocía.
Eve asintió.
—Paul sabía que estaba en peligro. Me dijo que había encontrado un patrón en las adjudicaciones, en las transferencias. Dijo que si lo lograba descifrar, podríamos rastrear quién estaba detrás.
Brian apretó los dientes.
—Entonces debemos terminar lo que él empezó.
Eve lo miró con una mezcla de compasión y admiración.
—Brian, esto es más grande de lo que imaginas. Involucra a personas con poder real. Si publicamos esto, si logramos probarlo… no van a quedarse quietos.
—No lo harán —dijo Brian, con voz baja—. Pero yo tampoco.
Se despidieron sin abrazos, sin promesas, sin palabras innecesarias.
Brian se alejó del muelle por un camino diferente, cruzando callejones y pasillos de metal oxidado, evitando las avenidas principales. Sabía que no podía volver a ver a Eve hasta que ella encontrara lo que había en esa memoria.
Esa noche, se refugió en un edificio abandonado cerca de un parque industrial, en un piso alto desde donde podía ver las luces de la ciudad. Se sentó junto a una ventana rota, sintiendo el frío del vidrio sucio mientras la noche avanzaba.
Sacó de su bolsillo un cuaderno pequeño, de tapas negras, donde había comenzado a escribir cada nombre, cada cifra que recordaba de memoria, cada lugar donde Paul lo había llevado a investigar, cada rostro de aquellos que se reunían en las oficinas del gobierno con sonrisas pulidas y trajes caros.
Escribía mientras la luna se alzaba, mientras la ciudad respiraba bajo él.
Sabía que Eve necesitaba tiempo.
Sabía que debía moverse con cautela.
Sabía que cada minuto que pasaba era un minuto más cerca de ser encontrado.
Cerca de las 3:00 am, un ruido en la escalera del edificio lo despertó.
Se levantó en silencio, tomando la pequeña navaja que llevaba siempre en el bolsillo, pegando la espalda a la pared mientras contenía la respiración.
Pasos.
Pesados.
Dos, quizás tres personas subiendo.
Brian se movió en silencio, descalzó, deslizándose por el pasillo hasta un montacargas abandonado que llevaba al sótano. Bajó, conteniendo el dolor de cada piedra bajo sus pies, mientras escuchaba las voces apagadas en la planta superior.
—¿Seguro que estaba aquí?
—Lo vimos entrar. El dron lo siguió hasta aquí.
Un dron. Lo estaban rastreando, incluso en las sombras.
Brian se obligó a no temblar. Abrió la puerta del montacargas, cerrándola con cuidado antes de deslizarse entre cajas viejas y polvo.
Debía desaparecer, una vez más.
Salió del edificio por una puerta trasera que daba a un callejón cubierto de niebla y de basura. Corrió, con el pulso en la garganta, mientras los latidos se mezclaban con el sonido lejano de un helicóptero que barría la zona con un foco de luz.
Esa noche, Brian aprendió que la oscuridad podía ser un aliado, pero también un enemigo.
Cada paso que daba lo acercaba a la verdad.
Y también a la muerte.
Cuando se detuvo al amanecer, exhausto, con las manos en las rodillas y el pecho ardiendo, miró hacia el horizonte iluminado por el sol y sintió que, pese a todo, no había perdido la esperanza.
Paul había confiado en él.
Eve estaba trabajando para sacar la verdad a la luz.
Y aunque la noche fuera larga, el amanecer siempre llegaba.
Incluso para los hombres que caminaban entre sombras.
Capítulo VI: El Círculo se Cierra
El amanecer llegó cubierto de un gris plomizo que se extendía sobre la ciudad como una advertencia. Brian observaba desde el interior de un autobús en movimiento, su reflejo se mezclaba con las luces de neón que aún titilaban en las fachadas de tiendas cerradas. No había dormido, y el cansancio se acumulaba como un peso en su nuca, pero su mente seguía trabajando, cada latido cargado de urgencia.
Recordaba las voces de aquella noche, el crujir de las escaleras, el zumbido de los drones. El miedo lo había empujado a correr, a sobrevivir, a no detenerse. Pero incluso en la huida, algo se encendía en su interior: determinación.
Paul había muerto por esa verdad.
Eve ahora arriesgaba su vida al sostenerla en sus manos.
Y Brian, con cada paso entre las sombras, se acercaba al núcleo de una conspiración que se tejía como una telaraña sobre la ciudad.
El autobús lo dejó en un barrio industrial donde los edificios parecían costillas de hierro y ladrillo, vacíos y con ventanas rotas que silbaban con el viento. Encontró un almacén abandonado y se instaló en el piso superior, donde una colchoneta sucia, una linterna y una radio de pilas eran su mundo.
Encendió la radio en la frecuencia que Eve había marcado en el papel que le deslizó antes de separarse en el muelle.
Estática. Luego, un clic.
La voz de Eve, clara pero cautelosa:
—Brian, responde.
Tomó el transmisor con manos temblorosas.
—Aquí estoy.
Hubo un segundo de silencio.
—Necesito verte.
—¿Descubriste algo?
—Sí. Y no puedo decírtelo por aquí.
—¿Dónde?
—Vieja estación de tren de Carroll, esta noche, a las nueve. Viene con nosotros un hombre que confía en mí. Dice que trabajó con Paul antes de todo esto.
Brian sintió que el corazón le golpeaba las costillas.
—Eve, ¿es seguro?
—Nada es seguro ahora. Pero es necesario.
El clic finalizó la transmisión, dejando solo el crujir de la estática en la madrugada.
La estación de Carroll era un vestigio de un pasado mejor, con techos de hierro forjado cubiertos de polvo, bancas de madera gastadas y un reloj detenido a las 11:47 de alguna década olvidada. Los grafitis en las paredes parecían gritar en silencio, y los charcos reflejaban las luces de una farola solitaria que oscilaba con el viento.
Brian llegó antes, como siempre.
Se instaló en un rincón oscuro, observando, contando los latidos, repasando mentalmente las rutas de salida. Había aprendido a memorizar los pasos, las puertas, los rostros. Había aprendido que la diferencia entre la vida y la muerte, muchas veces, era un segundo de duda.
A las 21:06, Eve apareció. No venía sola.
Un hombre de cabello gris, de rostro curtido y manos grandes, caminaba junto a ella, con un maletín de cuero sujeto firmemente. Los ojos del hombre se movían con la misma desconfianza que los de Brian.
Se acercaron al rincón donde Brian aguardaba.
—Brian —dijo Eve con suavidad.
Él se quitó la capucha, dejando que ambos vieran su rostro ojeroso, sus ojos inyectados de cansancio.
—¿Quién es él?
—Su nombre es Martin —respondió Eve—. Era contacto de Paul en la fiscalía federal, antes de que Paul descubriera lo de “Argos”.
El hombre asintió con un gesto breve.
—Paul confiaba en ti, Brian. Por eso estoy aquí.
Se sentaron en un banco apartado, las sombras cubriéndolos mientras Martin abría el maletín con cuidado, revelando una laptop antigua y varios documentos sellados.
—Lo que Paul descubrió no era solo un fraude común —dijo Martin, abriendo una carpeta—. “Argos” es un sistema de licitaciones fraudulentas que involucra a empresas pantalla, a funcionarios de distintos niveles y a inversores privados que financian campañas a cambio de contratos inflados.
Brian sintió un latido de rabia en las sienes.
—¿Cuánto dinero?
Martin alzó la vista.
—Cientos de millones, posiblemente más. Pero no es solo el dinero, Brian. Es el control que compran con ese dinero. Distritos enteros entregados a empresas de seguridad privada, contratos de tecnología para monitoreo de ciudadanos, manipulación de licitaciones de urnas y software de conteo de votos. Todo bajo la apariencia de un “sistema limpio”.
Eve lo miró, con un brillo de furia en sus ojos.
—Paul había rastreado algunas de las transacciones. Había nombres. Fechas. Y lo más importante: había rutas de dinero hacia cuentas en el Caribe y en bancos suizos, ligadas a figuras que aparecen en las noticias todos los días.
Brian apretó los puños.
—¿Y ahora?
Martin señaló la laptop.
—Aquí está parte de la evidencia. La otra parte está encriptada en la memoria que le diste a Eve. Pero necesitamos un lugar seguro para desencriptarla y verificarla antes de filtrar la información. Si lo hacemos mal, la matarán antes de que llegue a la luz.
Un ruido les hizo girar la cabeza. Una botella rodó por el suelo de la estación, chocando con un pilar.
Silencio.
Brian se levantó despacio.
—Tenemos que irnos.
Martin cerró el maletín mientras Eve se cubría con la capucha. Comenzaron a caminar hacia una salida lateral, pero algo en el aire cambió.
Faros se encendieron en la calle.
Una camioneta negra bloqueó la salida.
Hombres bajaron, con chaquetas oscuras y gorras, moviéndose con la precisión de quienes habían hecho esto antes. No gritaban, no mostraban armas, pero sus miradas eran claras.
Brian sintió la adrenalina recorrerle el cuerpo.
—¡Corran! —gritó.
Los tres se lanzaron por un pasillo lateral, mientras los pasos de los hombres resonaban detrás de ellos. Los disparos comenzaron, secos, cortos, rebotando en las columnas de hierro. Las balas levantaban polvo y astillas mientras Brian sentía el aire cortarle la piel.
Salieron por una puerta de emergencia que se abrió con un estruendo, lanzándose a un callejón oscuro. Martin sostenía el maletín como si fuera parte de su cuerpo. Eve corría con pasos rápidos, su respiración agitada resonando en la noche.
Giraron por un callejón, luego otro.
Las luces de la camioneta se recortaban al final de la calle, buscándolos, rastreándolos.
Brian vio una escalera de incendio y señaló con un gesto. Subieron, uno tras otro, hasta un techo desde donde la ciudad se extendía como un mar de luces titilantes.
Se escondieron detrás de un viejo cartel publicitario, jadeando, mientras la camioneta se detenía en la calle. Los hombres bajaban, buscando con linternas, con radios en las manos.
—¿Quiénes son? —preguntó Eve en un susurro.
Martin respiró hondo.
—Los hombres de “Argos”. No usan uniformes. No existen. Pero están en todas partes.
Brian miró a Eve, con la respiración entrecortada.
—Tenemos que acabar con esto, Eve.
Ella asintió, con lágrimas contenidas en sus ojos.
—Lo haremos, Brian. Lo haremos.
Esa noche, mientras se escondían en las sombras de un techo frío, mientras las luces de las linternas barrían las calles como faros de un mar hostil, el círculo comenzó a cerrarse.
Brian supo que no había vuelta atrás.
Sabía que cada latido lo acercaba a la verdad.
Y que la verdad, ahora, era lo único por lo que valía la pena seguir huyendo.
Capítulo VII: El Acuerdo
La madrugada arrastraba un aire helado sobre los techos de la ciudad, mientras Brian, Eve y Martin permanecían agazapados detrás del viejo cartel oxidado, observando las linternas que barrían las calles en busca de sus sombras.
Los hombres de “Argos” parecían fantasmas en la penumbra, caminando con movimientos precisos, en silencio, sin gritar órdenes, sin radios que delataran su ubicación. Brian se dio cuenta de que estaban entrenados para no llamar la atención, para ser invisibles, incluso cuando cazaban a plena vista.
—No podemos quedarnos aquí —susurró Eve, con la respiración aún entrecortada.
Martin asintió, ajustando el maletín contra su pecho.
—Debemos dividirnos. Es la única forma de confundirlos.
Brian negó con la cabeza.
—Si nos separamos, nos matarán uno a uno.
Martin lo miró con seriedad, sus ojos endurecidos por los años de persecuciones y traiciones.
—Si nos quedamos juntos, nos atraparán a todos esta noche.
Un silencio pesado los envolvió mientras el viento sacudía el cartel, haciéndolo crujir como un árbol viejo. Las linternas se detuvieron, barriendo el callejón con un destello de luz que rozó las escaleras de incendio. Un hombre levantó la vista, y Brian contuvo la respiración.
Un disparo rompió el silencio, chocando contra el metal con un estruendo seco.
—¡Ahora! —gritó Martin.
Saltaron por la parte trasera del tejado, cayendo en un callejón angosto lleno de cajas de madera y basura húmeda. El estruendo de sus pasos resonó como un tambor, pero ya no importaba. Lo importante era moverse, mantenerse vivos, un segundo más, un latido más.
Lograron perderse en un laberinto de calles secundarias, usando pasillos entre edificios y túneles peatonales, cruzando avenidas solo cuando las luces del tráfico cubrían sus figuras. Se detuvieron finalmente en una vieja cochera abandonada, donde Martin había dejado un coche oxidado, cubierto por una lona sucia.
Martin arrancó el motor, que rugió con un gemido de protesta antes de estabilizarse.
—Tengo un lugar seguro —dijo, mientras se acomodaban en los asientos—. Una cabaña fuera de la ciudad. Nadie nos encontrará allí mientras planeamos nuestro siguiente paso.
Brian miró a Eve, que abrazaba su mochila contra el pecho, su rostro iluminado por las luces intermitentes de la calle.
—¿Confías en él? —preguntó.
Eve sostuvo su mirada, sus ojos llenos de cansancio y decisión.
—Paul confiaba en él. Y yo confío en Paul.
Brian asintió, mientras el coche arrancaba, deslizándose por calles mojadas con la cautela de un animal herido.
El viaje fue largo y silencioso. Dejaron atrás los edificios de concreto, las luces de neón, el murmullo constante de la ciudad. Las carreteras se volvieron oscuras, bordeadas de árboles que se alzaban como sombras inmóviles, y la luna se convirtió en su única compañera.
Brian observaba el reflejo de su rostro en la ventanilla, viendo los surcos de cansancio que se habían grabado en su piel. Pensó en Paul, en las risas que compartieron entre pilas de documentos, en las discusiones sobre cifras y contratos, en la última noche, cuando Paul le habló de “Argos” con esa voz grave que no aceptaba objeciones.
“Si mañana no llego, Brian, no dejes que esto muera conmigo.”
Brian apretó los puños, recordando las llamas, los gritos, el olor a humo y carne quemada. Sabía que cada minuto que pasaba lo acercaba a la verdad, pero también a la línea que separa al cazador del cazado.
Llegaron a la cabaña antes del amanecer. Era una construcción de madera, con ventanas protegidas por tablones y un generador que zumbaba suavemente detrás de la casa. El aire olía a tierra húmeda y a pino, y el silencio era tan espeso que Brian sintió que sus pensamientos podían escucharse.
Martin abrió la puerta y los condujo a una sala pequeña donde una mesa de madera, un par de sillas y una lámpara de gas eran el mobiliario.
—Aquí estaremos seguros por ahora —dijo Martin, dejando el maletín sobre la mesa.
Eve encendió la lámpara, iluminando la habitación con una luz cálida que suavizó por un instante las sombras en sus rostros.
—¿Qué es lo que tienes, Martin? —preguntó Brian, con la voz firme.
Martin abrió el maletín, sacando la laptop y conectándola a un pequeño generador portátil. Mientras el sistema se cargaba, sacó varios sobres con documentos.
—Esto —dijo, levantando un papel amarillento— es un contrato de licitación para un sistema de vigilancia en la ciudad. Oficialmente, costó treinta y dos millones de dólares. Pero según estos registros —levantó otro documento—, la empresa que ganó la licitación es un fantasma. El dinero fue transferido a cuatro cuentas en diferentes bancos offshore, todas vinculadas a la misma firma legal, que a su vez está relacionada con donaciones de campaña.
Brian sintió un escalofrío.
—¿Cuánto dinero?
—No lo sabemos aún. Pero hay patrones. Paul encontró rutas de transferencias que se repetían, nombres que aparecían en distintas licitaciones, contratos inflados que terminaban en las mismas cuentas.
Eve se inclinó sobre la mesa.
—Si logramos cruzar estos datos con la información de la memoria que me diste, podremos mapear toda la red de “Argos”.
Martin asintió.
—Pero debemos hacerlo con cuidado. Si liberamos esta información sin pruebas completas, nos desmentirán en segundos y seremos objetivos de caza.
Brian miró a ambos, con determinación.
—Entonces debemos hacerlo bien.
Pasaron las siguientes horas revisando documentos, cruzando datos, analizando cifras que se repetían en licitaciones de diferentes distritos, en contratos de construcción, en compras de equipos médicos que jamás llegaron a hospitales, en contratos de seguridad privada que se firmaban y cancelaban en cuestión de días.
Cada cifra era un latido de corrupción.
Cada firma, un recordatorio de por qué Paul había muerto.
La laptop proyectaba un brillo azulado en sus rostros mientras Eve introducía contraseñas, desencriptaba archivos y organizaba tablas con nombres y fechas. Martin revisaba con atención, corrigiendo errores, señalando coincidencias que escapaban a simple vista.
Brian se encargaba de anotar cada conexión, cada pista, cada nombre, construyendo un mapa mental de un monstruo que parecía extender sus tentáculos a cada nivel de gobierno.
Al mediodía, se detuvieron.
Eve se recostó en la silla, frotándose los ojos enrojecidos.
—Tenemos algo —dijo, con la voz ronca—. Un esquema claro de cómo “Argos” se mueve. Nombres de intermediarios, empresas, pantalla, rutas de transferencias, contratos fantasma.
Martin cerró los ojos, respirando hondo.
—Esto es suficiente para iniciar una investigación federal. Pero si vamos por ese camino, se filtra y muere. La única forma es liberarlo a la prensa de forma masiva, con pruebas sólidas, imposibles de negar.
Brian miró a ambos.
—¿Estamos listos?
Eve lo miró con una mezcla de temor y decisión.
—Esto nos hará blancos, Brian. Una vez que crucemos esa línea, no hay vuelta atrás.
Brian recordó las llamas, recordó a Paul, recordó los gritos en la noche.
—La cruzamos hace mucho.
Martin extendió la mano, firme.
—Necesito saber que estamos juntos en esto. Pues, pase lo que pase, no nos detendremos.
Brian puso su mano sobre la de Martin.
Eve los miró, con lágrimas que brillaron antes de caer, y colocó la suya encima.
En esa cabaña, entre papeles marcados con nombres y cuentas, en esa lámpara que iluminaba tres rostros cansados, pero decididos, sellaron un acuerdo silencioso.
El acuerdo de quienes han visto la verdad.
Y saben que no pueden mirar a otro lado.


Capítulo VIII: El Silencio Antes de la Tormenta
El amanecer filtraba una luz pálida entre los tablones de la cabaña, dejando líneas de un amarillo gastado sobre la madera sucia del suelo. El polvo danzaba en esos haces de luz como cenizas flotantes, recordándole a Brian el humo, el fuego, las sirenas lejanas de aquella mañana en la ciudad.
El aire olía a madera vieja y humedad, con un dejo de gasoil que se colaba desde el generador instalado detrás de la casa. Se mezclaba con el olor a café quemado que Eve había preparado en una cafetera de camping, el líquido oscuro burbujeando mientras el vapor subía en hilos delgados, desapareciendo en la penumbra del techo.
Brian se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la pared, con las rodillas dobladas, sintiendo la aspereza de la madera contra la piel a través del pantalón. Sus manos, sucias de polvo y con pequeños raspones, temblaban ligeramente mientras sostenía la taza de metal que le entregó Eve.
El calor del café le ardía en las palmas, un calor bienvenido en medio del aire helado que entraba por las grietas de la cabaña. Tomó un sorbo, y el sabor amargo se extendió por su lengua, despertándolo de ese sopor en el que había caído tras revisar durante horas aquellos documentos y tablas que se amontonaban sobre la mesa.
En la mesa, la laptop proyectaba un brillo azul que iluminaba los ojos cansados de Eve, reflejándose en sus pupilas como pequeños espejos de luz. Su cabello, recogido de forma desordenada, dejaba mechones sueltos que se pegaban a su frente húmeda de sudor.
Cada tanto, Eve se frotaba los ojos con la base de la mano, dejando una pequeña mancha de grasa de la pantalla en su mejilla, que no se molestaba en limpiar. Martin, de pie junto a ella, revisaba cada línea de los documentos impresos con un bolígrafo rojo, haciendo anotaciones rápidas, escribiendo números, rodeando nombres con círculos gruesos que parecían marcas de sangre bajo la luz azul.
El silencio en la cabaña era espeso, roto solo por el zumbido del generador, por los clics del teclado de Eve, por el crujir de las vigas cada vez que el viento golpeaba la estructura, haciendo vibrar ligeramente los vidrios cubiertos de polvo.
Cada uno estaba sumido en sus pensamientos, en la gravedad de lo que estaban a punto de hacer.
“Argos” ya no era solo una palabra. Era un mapa extendido sobre la mesa, lleno de rutas de dinero, de nombres de empresas, de fechas y cifras que demostraban, con la frialdad de los números, que el monstruo era real. Que cada muerte, cada accidente, cada incendio era una ficha movida con precisión para proteger a quienes se enriquecían detrás de la máscara de un sistema “transparente”.
Brian cerró los ojos por un instante, y en la oscuridad de sus párpados vio el rostro de Paul, aquella última noche, iluminado por la tenue luz de la oficina, con esa sonrisa cansada antes de decirle:
“Si mañana no llego, busca la verdad.”
Abrió los ojos con un sobresalto, sintiendo que el aire de la cabaña se había vuelto más denso. Miró a Eve, que se detuvo a mirarlo, con sus ojos claros inyectados de venas rojas, el cansancio mezclado con una chispa de determinación que le daba belleza incluso en ese momento de miedo.
—Estamos listos —dijo Eve con voz baja, ronca de tantas horas sin hablar.
Brian respiró hondo, dejando que el aire frío le llenara los pulmones. Se levantó, dejando la taza vacía en el suelo, y caminó hasta la mesa, sintiendo cada paso como un latido amplificado en el suelo de madera.
Martin levantó la vista, con su rostro surcado de arrugas que parecían cañones tallados por años de desconfianza y guerra. Tenía las manos firmes, pero sus ojos delataban la tensión que bullía en sus venas.
—Una vez que hagamos esto, no habrá vuelta atrás —dijo Martin, con una calma que no disimulaba la gravedad de la decisión.
Brian asintió, pasando los ojos por las pantallas, por las carpetas marcadas con nombres que conocía de las noticias, con cifras que representaban hospitales sin equipamiento, distritos escolares sin recursos, barrios enteros sumidos en la pobreza, mientras otros brindaban con copas de cristal.
—Ya no hay vuelta atrás —respondió, con la voz firme.
El plan era simple y suicida: liberar la información a través de canales que Eve había preparado con periodistas independientes, con plataformas de filtración segura, con copias cifradas que se cargarían a la red oscura en múltiples puntos. Una vez que el archivo saliera, se replicaría de forma imparable, imposible de borrar, imposible de negar.
Martin encendió un viejo teléfono satelital, marcando una secuencia de códigos que activaban un protocolo de emergencia con un contacto en la fiscalía que, según Paul, aún podía ser de confianza.
La llamada era breve, apenas un intercambio de frases codificadas.
Cuando colgó, su mano temblaba levemente.
—Está hecho. Ellos saben que llegará. Pero cuando llegue, no podrán callarlo.
Eve se apartó del teclado, cruzándose de brazos, con la respiración agitada.
—Tenemos una ventana de dos horas antes de que empiecen a moverse. Cuando se den cuenta de lo que ocurre, vendrán por nosotros.
Brian sintió el latido en sus sienes, un pulso que se mezclaba con el zumbido del generador.
—¿Qué haremos cuando ocurra?
Eve lo miró, con un brillo de lágrimas en sus ojos que no llegaron a caer.
—Corre, Brian. Correr y sobrevivir. Lo más importante es que la verdad ya no puede morir.
Se sentaron en el suelo, en silencio, mientras las luces de la laptop parpadeaban al cargar los archivos en servidores distribuidos. El progreso avanzaba en barras verdes que se llenaban con lentitud, cada porcentaje sumando un latido de tensión.
El viento se levantó afuera, haciendo que las ramas de los árboles golpearan el tejado con un sonido hueco, como tambores de guerra. La cabaña crujía con cada ráfaga, y un olor a lluvia comenzó a colarse por las rendijas de las ventanas.
El primer trueno retumbó a lo lejos, vibrando en las vigas mientras Eve se abrazaba a sí misma, con la mirada fija en la pantalla.
Brian respiró hondo, cerrando los ojos, escuchando el latido de su corazón, mezclado con el rugido lejano de la tormenta que se acercaba.
Sintió el aire frío en su nuca, el olor a tierra mojada que comenzaba a mezclarse con el olor a madera vieja. Escuchó cómo la lluvia comenzaba a golpear el techo con un ritmo suave que pronto se transformó en un tamborileo constante, un latido de la naturaleza que se unía al latido de sus cuerpos.
—Lo logramos —dijo Eve en un susurro, cuando la última barra de carga se llenó.
El silencio que siguió fue denso, casi sagrado.
Martin se levantó, cerrando la laptop con un clic que resonó en la cabaña.
—Ahora viene la parte difícil.
Brian miró a través de la ventana, viendo la tormenta oscurecer el cielo, con relámpagos que iluminaban por un segundo los árboles y la carretera de tierra frente a la cabaña.
—Ahora, sobrevivir —dijo Brian, con voz baja.
Esa noche, mientras la tormenta se desataba, mientras la lluvia lavaba la tierra y la oscuridad se cernía sobre ellos, comprendieron que habían cruzado el umbral.
El silencio antes de la tormenta había terminado.
Y la tormenta había llegado.
Capítulo IX: La Llama de la Verdad
La lluvia caía como un ejército sobre el techo de la cabaña, cada gota golpeando con la precisión de un tambor que marcaba los últimos compases de la noche. Afuera, el mundo era un escenario de sombras agitadas por el viento y relámpagos que iluminaban por instantes la carretera embarrada, mostrando los pinos inclinándose como viejos centinelas bajo la tormenta.
Dentro, el aire se cargaba con un olor a madera mojada, sudor y café rancio, mezclado con esa electricidad invisible que antecede al momento en que todo cambia. Eve estaba junto a la mesa, la luz azulada de la laptop iluminando sus ojos cansados mientras la última copia de seguridad se replicaba en redes que ningún poder podría borrar. Cada barra de progreso era un latido de resistencia.
Martin, de pie junto a la ventana, sostenía un viejo rifle con manos firmes, sus ojos fijos en la carretera iluminada a intervalos por los faros que danzaban a lo lejos. Su rostro, surcado por arrugas de años de guerra y pérdidas, permanecía sereno, con esa calma silenciosa de quien ya ha visto demasiado.
Brian se acercó, sintiendo el crujir de la madera bajo sus botas, con el latido en su garganta, con esa urgencia que se sentía en los huesos cuando sabes que el tiempo se está acabando.
—Nos vamos todos —dijo Brian, con un hilo de voz cargado de furia contenida—. O nos quedamos todos aquí.
Martin giró lentamente, dejando que la luz de un relámpago le iluminara el rostro, mostrando las cicatrices en su piel curtida y los ojos de un hombre que había sobrevivido a demasiadas tormentas.
Suspiró, acomodando el rifle sobre su hombro, y una pequeña sonrisa, cargada de dolor y aceptación, se dibujó en sus labios.
—Hijo, mis piernas ya no dan para un recorrido tan largo —respondió, con esa voz grave que parecía contener todo el peso de sus años—. Sería un lastre para ustedes, y lo sabes.
Brian apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos, mientras una oleada de impotencia le subía por la garganta como un nudo de hierro, quemándole el pecho, cerrándole la respiración.
Martin se acercó, colocando una mano pesada en su hombro.
—Lo que ya hemos hecho, lo que ustedes han hecho, ya no podrán detenerlo. Lo único que tienen que hacer ahora es mantenerse vivos. Al menos doce horas. Solo doce horas, muchacho. Esa llamada que hice antes fue a un viejo amigo… alguien del servicio, de los buenos tiempos. Prometió cuidar de ustedes. Y cuando ese hombre promete, cumple. Una vez los encuentre, serán intocables.
Él dirige un grupo de elite del servicio secreto llamado las nueve noches del Falcón, esta investigación comenzó desde hace mucho, y Paul fue su engranaje principal.
Por lo cual confía en él, cómo yo confié en ustedes.
Martin sacó un viejo teléfono satelital, colocándolo en la mano de Brian con cuidado.
—Este es el número al que él se comunicará. Cuando llame, no lo dudes, no discutas, no pierdas un segundo.
Su mirada se endureció, firme, como las columnas de un puente en medio del río.
—Cuando les diga… corran por esa puerta trasera como relámpagos, sin mirar atrás.
Un trueno sacudió la cabaña, haciendo vibrar los vidrios sucios de las ventanas mientras Eve se acercaba, con los ojos humedecidos por lágrimas que no podían permitirse en ese momento.
Brian tragó saliva, luchando contra ese nudo que le estrangulaba las palabras, mientras su mente gritaba que no era justo, que no podían dejar a Martin allí, que no podían abandonarlo.
Pero Martin lo sabía.
Lo que habían desatado ya estaba en marcha. Las llamas de la verdad se habían encendido, ardiendo en la oscuridad, imposibles de apagar.
Martin sonrió, con esa sonrisa de padre que bendice a su hijo antes de mandarlo a cruzar la tormenta.
—Hijo… prométeme que correrás. Prométeme que sobrevivirás.
Brian sintió las lágrimas, mezclarse con el sudor en su rostro, mientras su respiración se rompía en pequeños sollozos que se mezclaban con el rugir de la lluvia.
—Lo prometo —dijo, con voz quebrada.
Martin le apretó el hombro una última vez, antes de girarse hacia la ventana, cargando el rifle con movimientos suaves, casi rituales, mientras los faros de los autos se acercaban, iluminando la carretera de tierra y los charcos que temblaban con cada gota de lluvia.
Eve tomó la mano de Brian, sintiendo la fuerza de su temblor, sintiendo el latido desbocado en la palma, mientras ambos se quedaban junto a la puerta trasera, con la mochila lista, con la laptop segura, con la verdad replicándose en el mundo.
En ese instante, el tiempo pareció detenerse.
Era el silencio antes de la tormenta final.
Un latido.
Un trueno.
Una respiración compartida.
Y en ese instante, Brian comprendió que no estaban huyendo.
Estaban volando.
Como relámpagos en la noche.
Como halcones en medio de la tormenta.
Como la llama de la verdad, imposible de detener.
El estruendo de las puertas al ser derribadas resonó en la cabaña, seguido de gritos apagados y el eco de botas golpeando la madera. Martin giró su rostro una última vez hacia ellos, con la calma solemne de quien acepta el precio de su camino.
—¡Ahora! —gritó con voz firme.
Brian sintió la mano de Eve aferrarse a la suya, tan fría como el metal, tan viva como un latido. Se miraron por un instante, y sin intercambiar palabra, se lanzaron hacia la puerta trasera, abriéndola con un golpe que dejó entrar la furia de la tormenta.
La lluvia les golpeó el rostro como cuchillas de hielo, empapándolos al instante mientras saltaban los escalones traseros, corriendo hacia la espesura del bosque que se abría como una boca oscura frente a ellos.
Las ramas mojadas les azotaban el rostro, dejando líneas ardientes sobre su piel, mientras el barro les hacía resbalar con cada paso, obligándolos a sostenerse mutuamente, a levantarse una y otra vez. El estruendo de los truenos se mezclaba con el latido ensordecedor en sus oídos, mientras las luces de linternas comenzaban a cruzar la cabaña detrás de ellos.
Corrían.
Corrían con el rugir de la tormenta, cubriendo el eco de disparos lejanos, con el olor a tierra mojada, llenándoles los pulmones, con cada respiración siendo una promesa de vida.
Brian apretaba la mano de Eve mientras avanzaban entre raíces traicioneras y charcos profundos, sintiendo cada latido como una cuenta regresiva hacia un destino incierto. Las ramas crujían bajo sus botas, los relámpagos iluminaban sus rostros cubiertos de agua y barro, convirtiéndolos en fantasmas fugaces en medio del bosque.
No sabían cuánto tiempo corrieron, cuántos truenos contaron, cuántas veces cayeron y se levantaron, hasta que, en medio del fragor de la lluvia, el teléfono satelital vibró en el bolsillo de Brian con un zumbido seco que se sintió como un disparo en el silencio del bosque.
Se detuvieron junto a un tronco caído, jadeando, con el vapor de sus respiraciones, mezclándose con la niebla que subía desde la tierra caliente por la tormenta.
Brian, con manos temblorosas y entumecidas por el frío, sacó el teléfono, deslizándolo con cuidado hasta su oído.
Una voz grave, firme y clara atravesó la estática.
—Soy yo. Martín cumplió su parte. Ahora es momento de que ustedes cumplan la suya.
Brian tragó saliva, sintiendo un ardor en sus ojos que no era solo por el viento y la lluvia.
—¿Quién es usted?
Hubo un breve silencio al otro lado.
—Llamamos a esto las Nueve Noches del Falcón, muchacho. Ahora ustedes son parte de esto. Tenemos ojos en todas partes. Sigan la luz al norte. Cuando vean las luces intermitentes, corran. No se detengan. Serán intocables.
La llamada se cortó con un clic que resonó en los huesos de Brian.
Eve lo miró, con el agua corriendo por su rostro, limpiando las líneas de tierra y sudor.
—¿Es él?
Brian asintió.
—Sí.
Ella tomó su mano con fuerza, con una determinación nueva en sus ojos, brillando con la chispa de quien comprende que está viva y que cada latido es un regalo.
Se levantaron, con el bosque aun rugiendo a su alrededor, y comenzaron a caminar hacia el norte, con los relámpagos iluminando su camino, con el rugido de la tormenta, acompañándolos como un himno de guerra.
Y mientras avanzaban, Brian sintió el latido de su corazón, acompasarse con el de Eve, sintió la presencia de Martin detrás de ellos como un guardián silencioso, y comprendió que no estaban huyendo.
Estaban cumpliendo una promesa.
Estaban corriendo hacia la verdad.
Estaban volando, en la primera de las nueve noches del Falcón.
Yerandy López