Turno 24: Historias del Cuartel 66

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Turno 24: Historias del Cuartel 66

Capítulo 1: Café Recalentado y Alarmas

El Cuartel de Bomberos 66, ubicado entre las calles de ladrillo rojo y los grafitis eternos de Brooklyn, era tan parte del vecindario como el olor a pretzels y gasolina. Desde 1952, sus puertas se abrían al ruido constante de sirenas, tacos que chispeaban sobre el asfalto, y el café más infame de toda la ciudad. Esa bebida negra y espesa, servida por una máquina que debía ser declarada patrimonio histórico, era el ritual de entrada para cualquier bombero que se respetara.

A las 6:00 a. m., la alarma del reloj viejo colgado en el pasillo retumbó como un gong de guerra. El teniente Jerry “Big Smoke” Ramírez se incorporó de su catre con una queja que no era del todo humana. Llevaba 29 años en el departamento y su lema era tan conocido como temido. “Si hoy no se te chamusca un poco el alma, no hiciste bien tu trabajo.”

Jerry era todo lo que uno esperaba de un veterano: tosco, sarcástico, corazón de oro enterrado bajo veinte capas de sarcasmo. Caminó arrastrando las botas hasta la cocina, donde Angie, la paramédica de mirada afilada y lengua aún más, ya preparaba café.

—Hoy huele a desastre —dijo ella sin levantar la vista del termo.

—¿Y cuándo no? —respondió Jerry, dándole un sorbo a lo que muchos en el cuartel llamaban “lava marrón”.

Al poco tiempo llegaron el resto del turno: Tony, el novato de veintidós años que parecía aún no creer que había pasado la academia; Malik, reservado y casi siempre silencioso, con un talento misterioso para saber lo que iba a pasar antes que sucediera, y Greg, el chofer y mecánico, un ex-bajista de rock reconvertido en héroe urbano.

—Buenos días, o lo que queda de ellos —gruñó Greg, entrando con una caja de donuts.

A las 8:13, sonó la alarma principal. Un pitido largo, profundo, casi tribal. Todos se pusieron en movimiento como una coreografía ensayada por años. Cada uno sabía su rol. Jerry tomó la radio, Greg encendió el camión, y en menos de dos minutos ya estaban volando hacia Flatbush Avenue.

El reporte era claro: incendio en el segundo piso de una pizzería. Pero como siempre, la realidad iba a superar a parte.

—¿Alguna vez tenemos un día sin pizza quemada? —murmuró Tony mientras ajustaba su casco.

—Tranquilo, cadete —le respondió Jerry—. Este trabajo es 50% humo, 30% caos, 15% grasa de pepperoni… y 5% heroísmo dramático para la prensa.

Angie soltó una carcajada. La tensión se aflojaba con humor. Era necesario. No se puede entrar al infierno sin reírte un poco primero.

Cuando llegaron, la escena ya era familiar: humo saliendo por las ventanas, vecinos grabando con celulares, y una señora gritando que había dejado su gato adentro. Aunque luego confesó que no tenía gato, pero que no quería perder su tele.

—Brooklyn en su estado más puro —dijo Malik.

Mientras ingresaban con mangueras y respiradores, el humo envolvía todo. La temperatura subía. Tony entró torpemente y tropezó con una caja de salsa. Jerry lo ayudó sin decir nada, pero su mirada decía: “Uno más y te amarro al camión.”

El fuego fue controlado en veinte minutos. Nadie herido. Solo una pizza calcinada y una estatua de yeso derretida que al principio confundieron con un cuerpo.

Ya en el camión, camino de vuelta, Greg notó una hoja amarilla en el parabrisas.

Era una nota, escrita con marcador negro:

“Esto fue solo el principio. Disfruten el humo.”

Silencio. Jerry la leyó dos veces. Angie arqueó una ceja. Malik bajó la vista.

—¿Tenemos fanáticos ahora? —bromeó Tony.

Jerry no respondió. Solo guardó la nota en su chaqueta. Su instinto decía que no era una broma. Y después de 29 años, su instinto rara vez se equivocaba.

Capítulo 2: La Sombra Bajo el Andamio

El día no mejoró. A las 11:07 a. m., una segunda alarma interrumpió el intento de desayuno del equipo. Jerry apenas había logrado sentarse con un bagel mordido y un periódico viejo. El aviso era claro: incendio en construcción, barrio de Red Hook. Posible persona atrapada.

La sirena volvió a llenar las calles de Brooklyn. A esas alturas, nadie decía mucho en la cabina del camión. El silencio previo a una emergencia era algo ritual. Cada uno repasaba mentalmente su papel, aunque sus corazones latieran al ritmo del motor V8.

La obra en construcción tenía tres pisos y una estructura metálica a medio levantar. Columnas desnudas. Madera mal asegurada. El fuego venía de una pila de materiales del primer nivel. Había poco humo, pero una figura gritaba desde el segundo piso.

—¡Ayuda! ¡Aquí arriba! ¡No puedo bajar! —era un hombre joven, con casco de obrero y cara de pánico real.

Jerry organizó la entrada. Tony y Malik fueron por el costado derecho con la escalera manual, mientras Greg aseguraba la bomba del camión. Angie preparó el kit de primeros auxilios. A pesar de todo, cada movimiento parecía casi automático.

Tony subió primero. El joven estaba atrapado entre dos vigas dobladas. Nada que una palanca bien aplicada no pudiera resolver.

—Tranquilo, amigo, somos de los buenos —dijo Tony con una sonrisa mientras cortaba parte del cinturón del obrero.

Pero Malik notó algo. Un olor. No solo madera quemada. Algo más… sintético.

—Tony, baja ya —dijo con firmeza.

—¿Qué? ¡Pero si ya casi…!

Entonces explotó. No el edificio, sino la pila de materiales. Una combustión rápida. Intensa. Como si alguien hubiera rociado acelerante.

El fuego no alcanzó la estructura, pero sí fue lo bastante fuerte como para hacerlos retroceder. El humo se volvió negro. Tóxico. Greg cerró la válvula, Jerry gritó órdenes, y Tony saltó con el obrero sobre su espalda justo a tiempo.

Cuando todo se calmó, Jerry volvió a la pila calcinada. Allí, entre restos de plástico fundido y yeso, había una lata metálica sin marcas visibles. Angie la metió en una bolsa.

—Esto huele a preparado. Como si quisieran… practicar algo.

Jerry asintió.

—Y nos usaron como testigos.

Capítulo 3: El Mapa Bajo el Casillero

Esa noche, en el cuartel, el ambiente era distinto. Algo flotaba en el aire. Un tipo de tensión que no se alivia ni con café ni con bromas. Jerry había guardado la nota y la lata en su casillero, pero no podía sacarse una idea de la cabeza: alguien estaba jugando con fuego. Literalmente.

Tony se duchaba en silencio. Malik hojeaba un viejo libro de incendios provocados. Angie limpiaba su maletín de trauma con un detalle casi obsesivo.

Greg, en cambio, rebuscaba entre las herramientas del garaje trasero. Y ahí fue cuando encontró algo extraño: una especie de mapa dibujado a mano, escondido detrás del panel del casillero 9, el que nadie usaba desde que Mike, un ex-bombero, se había retirado en 2019.

El mapa no era de la ciudad en sí, sino de incendios marcados con fechas y nombres codificados. Algunos tachados. Otros con un símbolo en espiral negra.

Greg lo llevó a Jerry sin decir palabra. El teniente lo extendió sobre la mesa de reuniones. Todos se agruparon. Silencio.

—Esto no lo hizo un loco. Lo hizo alguien con paciencia… y acceso a los reportes internos —dijo Angie.

—¿Y si Mike sabía algo? —preguntó Tony.

Jerry cruzó los brazos. Sabía que debía hacer una llamada que no quería hacer. Mike se había retirado mal, tras una investigación no aclarada. Pero ahora, cada quemadura parecía apuntar a algo más.

Fuera del cuartel, la lluvia comenzaba a caer. Y en la radio, una nueva alarma sonaba a lo lejos.

Capítulo 4: La Llamada

El número seguía siendo el mismo. Jerry lo marcó con dedos torpes, el auricular del teléfono de línea zumbando como un animal adormecido. Al otro lado, el tono era intermitente. Una. Dos. Tres veces. Finalmente, una voz cascada respondió.

—¿Quién habla?

—Mike, soy Jerry. Necesito que me escuches un momento.

Hubo un silencio largo. Luego, un suspiro.

—¿Tú también viste el mapa?

Jerry se congeló.

—¿Cómo sabes que…?

—Porque yo lo dibujé. Bueno, parte de él. Lo escondí cuando todo empezó a irse al infierno.

Mike hablaba como si cargara un peso encima que ningún retiro había aliviado. Le explicó que en 2018, cuando una serie de incendios sin explicación azotó el Bronx, él comenzó a ver un patrón. Fechas conectadas con llamadas anónimas, símbolos dejados en escenas. Cuando trató de alertar a los superiores, lo acusaron de paranoia.

—Me obligaron a retirarme. Dije que tenía estrés postraumático. Pero lo que vi, Jerry, era real.

Jerry anotaba cada palabra, rodeado de su equipo en silencio. Angie grababa con su celular. Tony tenía la mandíbula apretada.

Mike mencionó una palabra que cambió el aire de la habitación: “Ascuas”.

—¿Qué dijiste? —preguntó Malik, casi susurrando.

—Ese era el nombre del grupo. O código. No lo sé. Aparecía escrito en los informes. En sellos. En graffiti cerca de los incendios. Siempre en espiral. Siempre con la palabra ‘redención’. Como si purgaran algo con fuego.

Mike les dio una dirección: un almacén abandonado en Gowanus. Allí, dijo, había guardado más pruebas antes de que lo silenciaran.

Antes de colgar, Mike dijo:

—Cuidado con los que sonríen demasiado en la tragedia. No todos los bomberos apagan incendios, Jerry. Algunos los encienden para sentirse dioses.

La línea murió. El cuartel quedó en silencio absoluto.

Angie fue la primera en hablar.

—¿Nos vamos a quedar esperando otra nota o vamos a buscar ese almacén?

Jerry asintió. Afuera, la lluvia había cesado. Pero el olor a humo seguía en el aire.

Capítulo 5: Almacén 17

El almacén en Gowanus era una estructura olvidada por el tiempo. Ladrillos descoloridos, techos hundidos y una puerta metálica que rechinó con furia cuando Jerry la empujó. No estaba cerrado con llave, lo cual era peor. Lo esperaban abiertos, como si alguien supiera que iban a venir.

El grupo entró con linternas encendidas y máscaras colgando del cuello. El aire era espeso, impregnado de humedad, óxido y algo más… ceniza vieja.

—Parece el vestuario de un teatro postapocalíptico —susurró Angie.

Greg iluminó una mesa al fondo. Sobre ella, una pila de carpetas polvorientas, fotografías quemadas en los bordes, y una caja de madera con la palabra “Ascuas” grabada con clavos torcidos.

Tony, temblando apenas, levantó la tapa. Dentro había documentos, mapas, recortes de prensa con marcas rojas, y algo aún más extraño: pequeñas figuras de cerámica, cada una representando un edificio diferente: una iglesia, una biblioteca, un teatro, una estación de bomberos.

—¿Esas fechas…? —dijo Malik, señalando uno de los recortes.

—Coinciden con los incendios del mapa —respondió Jerry.

Pero lo que más llamó la atención fue un cuaderno negro, encuadernado a mano. Al abrirlo, encontraron lo que parecía un manifiesto. Las primeras palabras estaban escritas con tinta roja:

“Quemar es purificar. El fuego revela la verdad. Ascuas no destruye, transforma.”

Jerry cerró el cuaderno. No era una secta improvisada. Era un culto organizado, con estructura, con símbolos, con obsesión.

Antes de irse, Malik se detuvo frente a una pared cubierta por una lona. La retiró y reveló un mural pintado con hollín y aceite: mostraba la silueta de una ciudad ardiendo, pero desde arriba, como si fuera vista por ojos que no pertenecían a este mundo.

Y en el centro, una torre marcada con una espiral negra: el Cuartel 66.

—Nosotros somos los siguientes —dijo Malik, sin emoción.

Nadie respondió. Afuera, el viento sopló una ceniza invisible que parecía anunciar lo inevitable.

Capítulo 6: Sombras en Casa

El cuartel 66 volvió a su rutina, pero era una rutina rota. Jerry caminaba los pasillos como si inspeccionara un campo de batalla. Cada sombra parecía esconder algo más. Cada ruido, un eco del mural que aún lo perseguía.

—Nos marcaron —dijo Jerry en voz baja mientras observaba desde la ventana del segundo piso—. Como si fuéramos una de sus figuras de cerámica.

Tony se esforzaba por actuar normal. Se ofrecía a revisar los hidrantes, limpiar el camión, hasta lavar los cascos de todos. Pero se le notaba la ansiedad. Le temblaban las manos. En la cocina, Angie lo observaba mientras servía café con una precisión quirúrgica.

—Nadie te va a culpar si tienes miedo, cadete —dijo sin mirarlo—. Lo raro sería que no lo tuvieras.

—No es miedo. Es esa sensación de… de que todo esto ya empezó, y nosotros llegamos tarde —respondió Tony.

Greg se había encerrado en el taller trasero. Allí estaba revisando viejos planos del cuartel, buscando alguna pista, algo que indicara si realmente ellos habían sido elegidos como objetivo… o si simplemente eran el obstáculo a destruir.

Malik, por su parte, se había vuelto más silencioso de lo habitual. Pasaba las noches en el techo, observando las luces de la ciudad como si esperara una señal. Y una noche la recibió.

Una llamada entró al cuartel cerca de las tres de la mañana. No era por radio. No era por línea oficial. Era una voz distorsionada que dejó un solo mensaje:

—“Ascuas arde donde el fuego duerme. Despierten o serán ceniza.”

La línea se cortó. Malik bajó corriendo y encontró a Jerry ya despierto, con el auricular en la mano.

—¿Lo escuchaste? —preguntó Malik.

—Sí —respondió Jerry. Su voz sonaba grave, firme—. Y esta vez, no vamos a esperar.

Minutos después, todos estaban reunidos. En la pizarra de la sala de operaciones, Jerry había escrito una frase con marcador rojo:

“Prevención es poder. Acción es defensa.”

Iban a prepararse. Fuera quien fuera Ascuas, no sabían con qué se encontrarían… pero tampoco sabían con quién se estaban metiendo.

Capítulo 7: En Llamas Simuladas

Durante los días siguientes, el Cuartel 66 se transformó en algo más que una estación de bomberos. Se convirtió en una trinchera. Jerry estableció turnos dobles de vigilancia, y Greg instaló cámaras ocultas por todo el perímetro. Nadie dormía tranquilo, pero nadie flaqueaba.

Para canalizar la tensión, organizaron una serie de simulacros internos, que llamaron con humor negro “fuegos falsos para quemar nervios reales”. Angie los dirigía con precisión quirúrgica, mientras Malik monitoreaba con su extraña habilidad para detectar patrones.

Una noche, durante el tercer simulacro, Tony desapareció durante varios minutos. Cuando regresó, tenía la frente sudada y la mirada descompuesta.

—Alguien entró por la escalera trasera —dijo sin aire—. No fue un vagabundo. Sabía lo que hacía. Iba directo al depósito de planos.

Buscaron por todo el cuartel, pero no había rastro del intruso. Solo encontraron una marca de hollín dibujada con un dedo sobre una ventana: un círculo con una espiral.

Ascuas había estado allí.

—Nos están tanteando —dijo Jerry—. Probando nuestras respuestas. Midiendo hasta dónde estamos dispuestos a llegar.

Greg se sumergió en los planos durante toda la noche. A la mañana siguiente, trajo malas noticias.

—Hay un conducto de ventilación viejo que conecta con el edificio contiguo. Nunca lo clausuraron. En teoría es inaccesible, pero ya vieron que eso no los detiene.

—Entonces lo sellamos —respondió Jerry.

Lo hicieron esa misma tarde. Con cemento. Con placas de metal. Con rabia. El cuartel dejó de ser un lugar abierto y se convirtió en una fortaleza.

Esa misma noche, otra llamada.

—¿Creen que pueden encerrarse del fuego? El fuego está dentro.

La voz sonó diferente. Más joven. Casi burlona. Y antes de que pudieran contestar, la alarma real sonó. Incendio en una estación eléctrica, a siete cuadras. Salieron en minutos.

Pero cuando regresaron, lo encontraron: un mural pintado en su fachada lateral, enorme, visible desde media cuadra. Una ciudad ardiendo, como el del almacén. Y en el centro, una figura rodeada de llamas: el cuartel 66.

Tony se quedó sin palabras. Angie maldijo en voz baja. Greg bajó la mirada.

Malik solo dijo:

—Ahora no solo nos observan. Nos señalan.

Capítulo 8: Bajo Cero

La temperatura cayó en picada esa noche, algo inusual para mediados de octubre. Era como si el clima sintiera lo que ocurría en el cuartel y respondiera con escalofríos. Jerry no lo mencionó, pero todos sabían que el aire se había vuelto más denso, como si el cuartel respirara con dificultad.

A las 2:44 a. m., un ruido sordo despertó a Malik, quien estaba de guardia en la azotea. Miró hacia el patio trasero y vio una figura inmóvil junto al contenedor de basura. No se movía. No parecía humana. Bajó en silencio, avisó a Jerry, y en segundos todo el equipo se activó.

Cuando llegaron al patio, no había nadie. Pero junto al contenedor, hallaron un artefacto: un pequeño cilindro metálico con una mecha apagada. Un dispositivo incendiario, sin duda. Jerry lo reconoció al instante.

—Este es nuevo. No de los caseros. Esto es militar.

Greg se agachó y lo examinó con una linterna.

—Está modificado. Esto no solo incendia… canaliza el fuego hacia una dirección. Como si apuntaran el calor.

—Un lanzallamas de bolsillo —dijo Angie.

La amenaza había escalado. Ya no eran solo marcas y palabras. Ahora eran armas. Intentos directos.

A la mañana siguiente, Tony propuso una idea arriesgada: infiltrarse en la base de operaciones de Ascuas. Según el mapa encontrado en el almacén, había tres posibles centros de actividad. Uno de ellos era un edificio abandonado cerca de Navy Yard, que coincidía con tres incendios recientes.

—Podemos entrar como inspectores de seguridad —sugirió—. Con cámaras ocultas. Solo para observar.

Jerry dudó. Era peligrosa. Pero también sabían que esperar podía ser peor. Finalmente, accedió. El turno 24 se preparó para su primera operación encubierta. No eran espías, pero eran bomberos. Nadie sabía moverse mejor en la urgencia.

Vestidos como contratistas, llegaron al edificio marcado en el mapa. El lugar parecía vacío. Pero al tercer piso encontraron lo inesperado: una sala improvisada, con planos de edificios, fotografías aéreas, y lo más alarmante: cámaras con imágenes en tiempo real del cuartel 66.

—Nos vigilan cada segundo —dijo Malik, con la voz helada.

Antes de poder tomar pruebas, una voz sonó por un altavoz en la sala.

—Bienvenidos, héroes. Esperábamos su visita.

Una puerta se cerró tras ellos. El equipo se activó. En minutos salieron por una ventana lateral, usando cuerdas improvisadas. No hubo explosión. No hubo persecución. Solo un mensaje claro:

Ascuas ya no era un misterio. Era una sombra con ojos. Y los estaba mirando.

Capítulo 9: El Eco del Silencio

El regreso al cuartel fue más callado de lo habitual. Nadie hablaba en el camión. Cada uno procesaba lo vivido, los rostros grabados en las pantallas, los planos de su hogar convertidos en blanco. Malik fue el primero en romper el silencio:

—La voz del altavoz… la reconozco. No sé de dónde, pero la he oído antes.

Jerry lo miró por el retrovisor. Sabía que no era una afirmación ligera. Malik no solía hablar sin fundamentos.

De vuelta en la estación, las cámaras instaladas por Greg mostraban todo en calma. Pero el equipo ya no confiaba en las pantallas. Decidieron que, hasta nuevo aviso, uno de ellos estaría siempre despierto.

Angie tomó el primer turno de vigilancia esa noche. Entre las 2:00 y las 3:00 a. m., observó cómo las sombras de la ciudad se alargaban en las paredes del cuartel. El viento arrastraba bolsas, hojas, y… algo más.

Un pequeño sobre blanco, que se deslizó hasta la puerta principal. Angie lo recogió con guantes. Dentro, una única hoja:

“El fuego es testigo.” No se apagará sin cobrar su deuda.”

Jerry mandó sellar de inmediato las compuertas traseras. Los turnos de vigilancia se doblaron. Greg instaló una alarma sonora conectada a sensores térmicos. Aquel sobre demostró que Ascuas podía llegar hasta su puerta… sin ser visto.

Esa misma tarde, el capitán del distrito, un hombre duro llamado Reynolds, llegó al cuartel. Había recibido reportes de actividades irregulares, visitas a almacenes abandonados, equipo extraviado. Exigía explicaciones.

Jerry lo llevó aparte. Le mostró las notas, los planos, las figuras, las fotos. Reynolds escuchó, en silencio, cada palabra. Finalmente, dijo:

—Voy a necesitar pruebas más sólidas si quieren que actúe. No me alcanza con conspiraciones y símbolos raros. Si estos tipos existen, hay que atraparlos en flagrancia.

Fue entonces que Tony, siempre callado desde la infiltración, alzó la voz:

—Entonces los haremos venir a nosotros.

Todos lo miraron. En sus ojos no había miedo, sino determinación.

—¿Y cómo planeas hacer eso? —preguntó Angie.

Tony sonrió apenas.

—Vamos a hacer lo que mejor sabemos: provocar una falsa alarma. Pero esta vez… con trampa incluida.

Capítulo 10: Al Final de las Llamas

El cuartel 66 olía a café recalentado y a miedo disfrazado de rutina. Jerry caminaba en círculos por la sala de radio mientras Greg ajustaba por enésima vez las cámaras de vigilancia.

—Hoy huele a quemado antes de que empiece a arder —murmuró Angie mientras revisaba su maletín.

—¿Cuándo no? —respondió Jerry, lanzándole una mirada que buscaba calma y solo encontró más tensión.

Malik llegó con un termo de café y lo dejó sobre la mesa.

—Revisé los alrededores. Todo tranquilo. Demasiado tranquilo.

Tony asomó la cabeza por la puerta, con su casco en la mano y esa mirada que mezclaba miedo con ganas de hacer lo correcto.

—¿De verdad vamos a hacerlo? —preguntó.

—No es que tengamos otra opción, cadete —dijo Jerry—. Si Ascuas quiere jugar con fuego, hoy va a encontrar con quién.

Habían preparado una trampa: un edificio municipal abandonado, cableado con sensores, cámaras y una fuga de gas controlada que simularía un incendio. Lo suficiente para atraer a Ascuas. Lo suficiente para que Reynolds, desde su camioneta sin logos a dos calles, pudiera atraparlos.

A las 2:03 a. m., la alarma sonó.

—Es hora —dijo Jerry, ajustándose el casco.

Greg encendió el motor del camión, el rugido familiar llenando la calle desierta. Angie se sentó junto a Malik en la cabina, mientras Tony se persignaba antes de subir.

—¿Listo para quemarte el alma, novato? —le dijo Jerry, forzando una sonrisa.

—Si no lo hacemos hoy, nunca vamos a dormir tranquilos —respondió Tony, con voz apenas temblorosa.

Llegaron al edificio. Todo estaba en calma. Demasiado. Jerry bajó primero, con Malik a un paso detrás.

—Greg, quédate con el motor encendido. Angie, quiero línea de oxígeno lista. Tony, conmigo.

—Sí, jefe.

La puerta principal crujió como un lamento al abrirse. El polvo se levantó en una nube gris que picaba los ojos. Dentro, un pasillo oscuro los guiaba hacia el núcleo del edificio, donde habían preparado la “fuga” para simular el incendio.

De pronto, se escuchó el chirrido de llantas en la calle. Una camioneta blanca se detuvo en seco. Cuatro figuras encapuchadas bajaron con bidones y dispositivos metálicos.

—Ahí los tienes, Reynolds —susurró Jerry por radio.

—En posición. Esperando tu señal —respondió la voz de Reynolds con un tono cargado de tensión.

Una de las figuras se giró hacia el edificio, levantó el dispositivo y con un clic seco, un chorro de fuego azul iluminó el pasillo.

—¡Mierda! ¡Retrocedan! —gritó Jerry.

El fuego trepó por las paredes como una lengua viva. Tony tropezó con un tablón y cayó de espaldas mientras el humo comenzaba a llenar el lugar.

—¡Tony! —gritó Malik, arrastrándolo de vuelta.

—¡Greg, agua ya! —ordenó Jerry por radio.

El camión rugió y las mangueras comenzaron a escupir agua a presión sobre el fuego, creando una nube de vapor sofocante.

—¡Reynolds, es ahora o nunca! —bramó Jerry mientras cubría a Tony.

Afuera, se escucharon gritos y disparos de advertencia. Las figuras de Ascuas comenzaron a correr, pero una de ellas se detuvo, pintando con aerosol una espiral negra sobre la pared humeante antes de encender otro dispositivo.

—¡Ese va a reventar el lugar! —gritó Angie desde la entrada.

Jerry se lanzó sobre la figura, derribándola al suelo antes de que pudiera activar el mecanismo. El encapuchado cayó, rodó y se golpeó contra la pared. La máscara se desprendió, revelando un rostro joven, lleno de quemaduras viejas.

—¿Por qué? —preguntó Jerry, con el pecho agitado.

El joven sonrió con los labios partidos.

—Porque solo en el fuego dejamos de ser invisibles.

Antes de que pudiera moverse, Reynolds y dos agentes lo esposaron y lo sacaron a rastras. Afuera, dos de las figuras fueron detenidas, mientras la última escapaba por un callejón, dejando un rastro de fuego en la basura mientras huía.

Malik llegó con un extintor improvisado y roció la zona para evitar que las llamas se extendieran.

—Línea de gas cortada —dijo, limpiándose el hollín de la frente.

Tony, aún temblando, miró al joven esposado mientras lo subían a la patrulla.

—¿Cómo puede alguien creer que esto los hace libres?

—Algunos buscan el fuego para olvidar el frío —dijo Angie, colocando una mano en su hombro.

Greg salió con el casco chamuscado en la mano.

—Jerry… esto no ha terminado, ¿verdad?

Jerry miró las paredes negras, las marcas de espiral, el olor a humo y metal quemado que llenaba sus pulmones.

—No. Pero esta noche ganamos nosotros.

El sol comenzaba a levantarse, pálido, cortando las nubes de humo que se elevaban en espirales lentas sobre Brooklyn. Tony se sentó en la banqueta, exhausto, cubierto de cenizas, mientras Malik se paraba a su lado, en silencio. Greg apoyó el casco junto a él, mientras Angie repartía botellas de agua.

Jerry se quitó el casco y dejó que el aire de la mañana rozara su frente sudada. Miró a su equipo, su familia improvisada, y sonrió apenas.

—Hoy no se nos chamuscó el alma, muchachos —dijo, con voz cansada—. Hoy se la recordamos al fuego.

Y mientras las luces de los camiones seguían parpadeando en la calle, el cuartel 66, cubierto de hollín y con el olor de la victoria amarga, permaneció en pie, listo para el próximo turno.

Yerandy López